A lo lejos, el sol de la tarde se esconde en las montañas. El campo, de subida, se vuelve agreste, los músculos no le dan para correr. La tropa se va adelantando, o mejor dicho, Jevaine se va quedando atrás. El sudor escapa por sus ropas, los mosquitos le golpean la cara, mientras el comandante se agacha y pide silencio. Este hace señas y uno de los suboficiales le pide a un soldado municiones para la metralla. Jevaine observa displiscente, siente el crucifijo helado en su pecho cubierto de sudor. Los tanques alemanes se han vuelto la pesadilla constante de los hombres. Son los demonios, los fantasmas, los monstruos de sus mentes. Jevaine siente un escalofrío, acompaña al grupo como flotando, consciente parcialmente de lo que está haciendo. Sus pies, cansados pisan casi sin fuerza el suelo, su velocidad disminuye, siente empujones de sus compañeros. Le están hablando, pero no los entiende, como si estuvieran hablando en otro idioma, como si sus voces se perdieran en la distancia, en ecos irreconocibles, en frecuencias impronunciables. Sabe que se dirigen a él, pero no tiene el interés para prestarles atención. Su mente está atenta a los detalles, sus ojos miran el campo, la vegetación, el terreno, los insectos; su cuerpo siente la humedad, el calor, el cansancio, el desgaste. Siente la calentura de su piel, la podredumbre del terreno, la mugrosidad de su uniforme, el barro en sus rodillas, el agua en sus botas.
Sus ojos lo han visto todo. La sangre, la desesperación, la muerte. Sus oídos están hastiados de tantos vituperios, disparos y llantos. Su alma se ha tomado un merecido descanso, dejando a su triste corporeidad soportar los embates del día. La mirada optimista de la juventud ya no se distingue en sus ojos saturados, acongojados, desperanzados. Incluso las lágrimas brotan sin el más mínimo destello de luz, sin el menor impulso, sin sentimiento, como si solo aparecieran para lubricar sus cansados y enlodados ojos. Siente que su sangre ya no corre con el mismo vigor. Siente que ha perdido la sensibilidad de los dedos de sus manos, de tanto apuntar y presionar los gatillos. El hedor a pólvora es incluso más sofocante que el calor de junio. Ha matado; ha visto morir a propios y ajenos. Ha tenido que hacer cortes, torniquetes e inyecciones. Ha preparado brebajes, alimentos y municiones. La crueldad de las batallas ha terminado por deshumanizar al grupo. Parecen entes que deambulan en la oscuridad de la incertidumbre, ánimas que huyen de la luz, bestias guiadas por un demonio con voz de hombre, tan asustado y aminorado como ellos.
Apenas tiene Jevaine unas pocas horas para descansar, en las que prefiere contar con la compañía de la noche. Mira a la luna y a las estrellas. Suspira. Se recuesta en los troncos y mira el firmamento con tanta atención que sin darse cuenta ya es de día, y tiene que ponerse de pie y enrumbar otra vez con la horda. Su comunión con la noche es única. Silencio. Concentración. Las pocas horas de tranquilidad, de resguardo, de confesión. En estos momentos siente una paz única, como si fuera consciente de cada parte de su cuerpo, su respiración se vuelve lenta pero clara, suave pero firme. No piensa en la guerra, quiere olvidarse de los kilómetros que la tropa ganó en la semana, de las órdenes de los superiores, de los cables que reportan los avances de los alemanes, de la falta de provisiones, de las bajas. Cree haber perdido la razón, pero no le interesa. Lo único que conserva en mente es el calor de su hogar, la alacena llena de frutas, panes y dulces, su madre preparando panecillos en la cocina, y su padre sentado leyendo el diario, con las pantuflas de felpa, fumando su pipa en la entrada. La sala, poco iluminada pero acogedora, con la chimenea llena de leña, la familia reunida entera en navidad, todos juntos hasta el año nuevo, compartiendo vinos, carnes y canciones. El coro de niños del pueblo conducido por el viejo padre Leandre, el panadero Arnaud y sus bien guardados tesoros olorosos, paseando por las esquinas. Un día en bicicleta entre el pozo y la ribera, entre la plaza y el mercado, entre la escuela y la estación del tren del este. Las piedritas del camino, las flores, los árboles y el cielo azul de la primavera. Y llora. De saber que ahora vive un infierno, hubiese querido disfrutar más los momentos de paz de sus años tempranos. Ahora no tiene opción, matar o morir, augurar que algún día, pese a la monstruosidad, al terror, a la desgracia de la que ha sido testigo, regresará a ver los atardeceres campestres, los últimos rayos de sol extinguiéndose entre las colinas, los vinos con Gustave y Hortense, las fragancias del huerto de su madre, los conciertos del coro de la parroquia, los panecillos de Arnaud y las conversaciones de política con su padre Hughes.
El amanecer se erige rápidamente, el sol está saliendo. El azul se convierte en un celeste pálido, y finalmente en un blanco grisáceo. Jevaine pasa sus mangas por sus húmedas mejillas. Se levanta, acomoda el fajo de municiones y lo ajusta a su cinturón. Palpa el crucifijo que Hortense le regalara antes de dejar el pueblo en la nostalgia. El comandante da la orden de partir. La tropa enrumba al noreste, Jevaine empuña el arma con fuerza, la piel de sus dedos parece conducir sangre renovada. Sus ojos, limpios, están despiertos a la esperanza, sujetados a la victoria, al frente, pero también atrás, al pasado, a la alfombra de la sala, a las tardes de ajedrez con el viejo Hughes, al olor de los queques de su madre, a la leche recién sacada del establo, a los chistes de Gustave y a los cabellos de Hortense. A lo lejos, el sol ilumina el camino pedregoso, los tan temidos tanques alemanes avanzan en el horizonte. Jevaine siente de nuevo la fuerza consigo, entonando las canciones del coro, que combinan con los motores de las avionetas aliadas que aparecen de repente. El júbilo se desata en la tropa, y Jevaine comprende que no era el único que padecía. Los muchachos sueltan las armas, se abrazan y lloran los unos con nosotros. Más tranquilo pero igualmente conmocionado, Jevaine se sienta. Contempla los tanques, otrora enemigos inverosímiles: el fuego los deshace en el horizonte, impotentes, como hormigas pisoteadas por niños desnaturalizados. Los aviones aliados han traido la esperanza, como pájaros de fuego de las antiguas leyendas celtas. Jevaine casi puede saborear los ricos pastelillos de su madre, el vino y los labios de Hortense.
Sus ojos lo han visto todo. La sangre, la desesperación, la muerte. Sus oídos están hastiados de tantos vituperios, disparos y llantos. Su alma se ha tomado un merecido descanso, dejando a su triste corporeidad soportar los embates del día. La mirada optimista de la juventud ya no se distingue en sus ojos saturados, acongojados, desperanzados. Incluso las lágrimas brotan sin el más mínimo destello de luz, sin el menor impulso, sin sentimiento, como si solo aparecieran para lubricar sus cansados y enlodados ojos. Siente que su sangre ya no corre con el mismo vigor. Siente que ha perdido la sensibilidad de los dedos de sus manos, de tanto apuntar y presionar los gatillos. El hedor a pólvora es incluso más sofocante que el calor de junio. Ha matado; ha visto morir a propios y ajenos. Ha tenido que hacer cortes, torniquetes e inyecciones. Ha preparado brebajes, alimentos y municiones. La crueldad de las batallas ha terminado por deshumanizar al grupo. Parecen entes que deambulan en la oscuridad de la incertidumbre, ánimas que huyen de la luz, bestias guiadas por un demonio con voz de hombre, tan asustado y aminorado como ellos.
Apenas tiene Jevaine unas pocas horas para descansar, en las que prefiere contar con la compañía de la noche. Mira a la luna y a las estrellas. Suspira. Se recuesta en los troncos y mira el firmamento con tanta atención que sin darse cuenta ya es de día, y tiene que ponerse de pie y enrumbar otra vez con la horda. Su comunión con la noche es única. Silencio. Concentración. Las pocas horas de tranquilidad, de resguardo, de confesión. En estos momentos siente una paz única, como si fuera consciente de cada parte de su cuerpo, su respiración se vuelve lenta pero clara, suave pero firme. No piensa en la guerra, quiere olvidarse de los kilómetros que la tropa ganó en la semana, de las órdenes de los superiores, de los cables que reportan los avances de los alemanes, de la falta de provisiones, de las bajas. Cree haber perdido la razón, pero no le interesa. Lo único que conserva en mente es el calor de su hogar, la alacena llena de frutas, panes y dulces, su madre preparando panecillos en la cocina, y su padre sentado leyendo el diario, con las pantuflas de felpa, fumando su pipa en la entrada. La sala, poco iluminada pero acogedora, con la chimenea llena de leña, la familia reunida entera en navidad, todos juntos hasta el año nuevo, compartiendo vinos, carnes y canciones. El coro de niños del pueblo conducido por el viejo padre Leandre, el panadero Arnaud y sus bien guardados tesoros olorosos, paseando por las esquinas. Un día en bicicleta entre el pozo y la ribera, entre la plaza y el mercado, entre la escuela y la estación del tren del este. Las piedritas del camino, las flores, los árboles y el cielo azul de la primavera. Y llora. De saber que ahora vive un infierno, hubiese querido disfrutar más los momentos de paz de sus años tempranos. Ahora no tiene opción, matar o morir, augurar que algún día, pese a la monstruosidad, al terror, a la desgracia de la que ha sido testigo, regresará a ver los atardeceres campestres, los últimos rayos de sol extinguiéndose entre las colinas, los vinos con Gustave y Hortense, las fragancias del huerto de su madre, los conciertos del coro de la parroquia, los panecillos de Arnaud y las conversaciones de política con su padre Hughes.
El amanecer se erige rápidamente, el sol está saliendo. El azul se convierte en un celeste pálido, y finalmente en un blanco grisáceo. Jevaine pasa sus mangas por sus húmedas mejillas. Se levanta, acomoda el fajo de municiones y lo ajusta a su cinturón. Palpa el crucifijo que Hortense le regalara antes de dejar el pueblo en la nostalgia. El comandante da la orden de partir. La tropa enrumba al noreste, Jevaine empuña el arma con fuerza, la piel de sus dedos parece conducir sangre renovada. Sus ojos, limpios, están despiertos a la esperanza, sujetados a la victoria, al frente, pero también atrás, al pasado, a la alfombra de la sala, a las tardes de ajedrez con el viejo Hughes, al olor de los queques de su madre, a la leche recién sacada del establo, a los chistes de Gustave y a los cabellos de Hortense. A lo lejos, el sol ilumina el camino pedregoso, los tan temidos tanques alemanes avanzan en el horizonte. Jevaine siente de nuevo la fuerza consigo, entonando las canciones del coro, que combinan con los motores de las avionetas aliadas que aparecen de repente. El júbilo se desata en la tropa, y Jevaine comprende que no era el único que padecía. Los muchachos sueltan las armas, se abrazan y lloran los unos con nosotros. Más tranquilo pero igualmente conmocionado, Jevaine se sienta. Contempla los tanques, otrora enemigos inverosímiles: el fuego los deshace en el horizonte, impotentes, como hormigas pisoteadas por niños desnaturalizados. Los aviones aliados han traido la esperanza, como pájaros de fuego de las antiguas leyendas celtas. Jevaine casi puede saborear los ricos pastelillos de su madre, el vino y los labios de Hortense.
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