viernes, enero 30, 2009

Historia de tres ciudades

Quién soy. Pregunta aparentemente fácil de contestar, pero tan difícil al fin. Cómo no recordar ese pasaje tan cómico de Locos de Ira cuando Nicholson le pregunta a Sandler quién es y éste no puede contestarle bajo ningún medio, absolutamente desconcertado. Una sensación similar a la que siento cada cierto tiempo en el bus, cuando se me ocurre observar alrededor y ver a las gentes, a sus ojos que generalmente miran sin ver, como inconscientes del transcurrir del tiempo y la rutina, como si no se detuvieran nunca a ver más allá de sus narices, de sus decisiones, de sus pareceres. Una sensación de soledad, de distancia, de separación a pesar de la proximidad física frente a similares físicos pero no psíquicos. Una sensación similar a la que Sydney Carton sintiera momentos previos a su ejecución voluntariamente aceptada en la guillotina, cuando esos que lo miraban y pedían su cabeza -o mejor dicho la de Evrémonde, pero ignoraban su identidad-, tan iguales como él físicamente, pero diferentes en el interior, mostraban con su actitud sus conspicuas limitaciones, mientras él se preguntaba si valdría la pena el esfuerzo, si realmente fuera posible una superación, un cambio, una mejora.
Hoy acabé Historia de dos Ciudades en el bus, en el micro regresando a mi casa -como acostumbro, sin querer-, saturado por las últimas noticias que se refieren a otras más antiguas, las que tienen que ver con el caso de Analesio Pomatanta, el pobre joven de 17 años que fuera cobarde y miserablemente quemado vivo sin motivo por engendros con tan poca alma como los Defarge. Acabé Historia de dos Ciudades en un bus, en un pequeño submundo donde cada cierto tiempo -no muy extenso, lamentablemente- ocurren salvajadas sin nombre, viles suciedades, no tan horrorosas como la barbarie de la post-revolución francesa, que tanto se vanaglorian unos con enarbolar como el hito que marcó el cambio de era de la modernidad a la contemporaneidad, y que más bien podría considerarse la masacre más despiadada y brutal tan solo comparable a los campos de concentración nazzis, pero salvajadas al fin. En un bus donde es casi inverosímil observar a alguien leyendo, empleando bien su tiempo, pese a que la desordenada ciudad, tan grande y desordenada en su forma como en su crecimiento como los cabellos al viento smoggeado y los pensamientos de los pasajeros comunes, da tanto tiempo de sobra como para acabar semejante obra en viajes bien aprovechados.
Hoy acabé Historia de dos Ciudades, por fin, en tres o cuatro días ávidos de lectura, luego de pasarme casi un par de meses en la periferia de esas casi cuatrocientas páginas, que recién comprendo al final, recomiendo sin duda e incorporo a mis libros de cabecera. Y respondiendo a la pregunta, diré que soy aquel muchacho de lentes y camisa, que camina por ahí siempre con un libro bajo el brazo, que se molesta con facilidad cuando no hay forma de cruzar Juan de Arona con Manuel Fuentes, que lleva generalmente su laptop a todas partes casi sin preocuparse, que aprende cuestiones elementales que debió haber sabido siempre en un día como hoy, si no es mañana, o que ya sabe desde siempre cosas que pudo intuir su sobrio corazón. Diré que soy el que soy, doctor Buddy Rydell, orgulloso de mis imperfecciones, porque estas dan cuenta de mí mismo, porque así se está mejor, porque cada día puedo hacer algo más, y no solo para mí mismo.

miércoles, enero 21, 2009

Probando, probando. 1, 2, 3.

Y por ahí destapo este espacio tanto tiempo postergado que ya no huele a nada más que a olvido, a destiempo, a cerrado. No sé que ha pasado conmigo, que ya ni hablo -bueno, a decir verdad eso nunca lo hice mucho, y por ello me dediqué más a escribir, pero:- ni escribo. Parece que el trabajo me absorbe, que la rutina y las preocupaciones son demasiado para salirme y hacerme un tiempo para estas cosas. Y no es que no me guste, que no le aproveche, que no aprenda cada día un poco más; quizás, y por el contrario, me falta esforzarme, comprometerme más, esforzarme más todavía. Quizá de esa manera retorne el impulso. Qué será. El punto es que hoy sentí nuevamente la sensación de sentarme de nuevo frente a mis demonios, y aunque todavía no los encuentro, pues deben estar volando a kilómetros de mi nueva vida de trabajador sudaca, dicen que el hábito hace al monje, así que aquí estoy otra vez. Espero que me dure la determinación, que no flaqueen las ganas, que no me puedan más el cansancio y las obligaciones, y que vuelva a la preclara procrastinación tan inspiradora y fructífera, tan querida y desestresante, tan añorada y descuidada por mí desde hace tanto.
O es que me falta sufrir, también, quién sabe. Estoy acostumbrado al cambio, a evaporar partículas de mí mismo, a sudarlas con la novedad de las particularidades con las que me toca enfrentarme cada día en este mundo de locos. Quizá simplemente me haya descuidado. Quizás haya cambiado tanto que ya no tiene sentido seguir escribiendo, o tan poco que no puedo hacerlo. Quizá mejor aquí lo dejo por hoy, que no hay que escribir de más, sino solo lo sentido, lo dilectamente pertinente según el baremo de la válvula acompasada que nos da la posibilidad de repartir el óleo carmesí que baña nuestras soledades.