Estaba caminando por Javier Prado, con una extraña sensación de tranquilidad, desestimando los efluvios estresantes de pensamientos acerca de olvidos recientes y pelotudeces afines. Preferí admirar la silente solemnidad de las casas antiguas, imaginar fotografías de árboles y observar las hojas caídas. Caminaba despacio, observando, tratando de oler pese al frío cortante e inodoro. Luego de varias cuadras, estimé que era suficiente, la cosa se puso fea y llena de elementos humanos. Paraderos, smog, cobradores, cláxones y stickers de colores. Me había conectado otra vez con el mundo, así que aproveché el Moby Dick metálico que suele llevarme a casa y lo tomé.
Al poco rato, un par de niños entraron al vehículo, subiendo a duras penas por el escalón tan enorme para sus pequeños cuerpecillos. El más grandecito, si cabe el término, sacó de su mochila una humilde marioneta, simple, sucia, pobre como él. Su voz era un recuento inenarrable de respirares, una ininteligible alocución de alófonas difuminaciones, lamento que anunciaba su necesidad. Un guión malestudiado y malaprendido, un discursillo que jugaba a ser un infantil castellano. Cantó primero, y luego habló. Poco pude entender de sus palabras, mucho más de su expresión, de sus cansados ojos infantiles, mientras otras madres reían con sus niños completamente ajenas al cuadro y compraban golosinas, mientras un abogaducho de camisa rosada y caspa en el cabello se hacía el desentendido, mientras la gente sonreía incomprensivamente, y los pasajeros seguían presas de sus propias cavilaciones, abiertamente y absolutamente indiferentes.
Al salir, al menos, los niños mencionados se pusieron a jugar, con esa gran imaginación que solo ellos conservan en su total esplendor, pese a la adversidad, pese al frío y la distancia, pese al desinterés del mundo. Corrieron, saltaron, y las marionetas bailaron. Más allá, en cada parada, hasta que las familiares esquinas me obligaron a bajar hacia mi casa, más niños repetían estos tristes cuadros. Músicos, artistas, vendedores. Caramelos que no comen, zampoñas que no endulzan sus oídos, juguetes convertidos en herramientas de trabajo, ropitas sucias y zapatitos descocidos, monedas que van a parar al bolsillo de padres irresponsables y maltratadores que prefieren beber que dar de comer a sus retoños. Bajé y más niños repetirán estos cuadros, y más madres se reirán comprando desentendidas, y más abogaduchos casposos habrán de ignorarlos. Ojalá el juego alivie un poco su desventura, mientras tratamos de humanizar a estos entes que componen la sociedad, las verdaderas marionetas.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario