Siempre antes de viajar experimento sentimientos de nostalgia, de incredulidad ante la posibilidad inmediata de apartarme, de partir. Estuve tan embebido en los cursos, plenarias, finales, trabajos y demás obligaciones que tardé en advertir que ya estaba con un pie en la distancia, en el afuera. Ahora me voy y me viene esa misma sensación de dispersión, de lánguida aquiescencia del devenir. Recién ahora reparo en que estaré lejos tantos días, lejos de algunos amigos con los que me encontré aquí y allá y no veía hace tanto, lejos de aquellos con los que había logrado gran acercamiento, lejos a fin de cuentas, un poco de mí mismo. Espero que, sin embargo, el viaje pueda significar ese reencuentro con la esencia perdida de la despedida de mi país, del desorden generalizado pero tan asimilado por todos y cada uno de nosotros (p.e. de la bulla en el tránsito, de los cobradores, de los stickers de colores y la malutilización del castellano; etc.); a pesar de que en la mayoría de días me veré obligado a despertar cada día en la madrugada con el estrés adquirido a través de mi madre que querrá conocer todo lo que haya por conocer en los diferentes destinos que comprendan nuestro complejo y vasto itinerario, y con ello mi estadía en el primer orbe sea más una cuestión instrumental que reflexiva. Espero que no sea así. Espero divertirme, conocer, encontrarme. Espero descansar y regresar feliz a reengancharme con mis mundos.
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