Me encuentro deambulando por innenarrables lares que comprenden catedrales góticas y metros que rebozan tecnología de punta. Me encuentro entre tumbas, ruinas, adoquines y parajes, postales medioevales desperdigadas aquí y allá alrededor de ciudades primermundistas de gentes cosmopolitas educadas, ordenadas. Caminan por allí madrileños, vallecanos, catalanes, gallegos conjuntamente con moros, afrosubsaharianos, asiáticos y latinoamericanos, de todas las razas y abolengos, de cromáticas epidermis, de cosmovisiones dispares, todos interjugando merced a sus diferencias.
Los autobuses tienen asientos cómodos y bien espaciados y son conducidos por chóferes uniformados. Los taxis tienen taxímetro, GPS y hasta impresoras de boletas. Las carreteras son enormes autovías por las que atraviesan miles de vehículos sin que se oya un solo cláxon. Los metros subterráneos hacen una parada cada dos minutos; mientras que los aeropuertos son pequeñas tecnópolis. La ciudad está llena de horarios, mapas y gente que respeta las reglas.
Y si bien es cierto no llevo una semana y ya extraño la bien sazonada comida peruana, tengo varios motivos por los cuales sorprenderme gratamente de que un país hispanohablante esté a la altura de estándares primermundistas, conservando, a su vez, la calidez latina que se sigue manifestando en expresiones subjetivas y espontáneas como el humor, el buen trato y la camaradería de sus representantes para con los múltiples y diversos visitantes que se disponen a conocer a la madre patria.
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