Caminaba de regreso por los acostumbrados caminos, los viejos adoquines y las frecuentes veredas. Paseaba cargando, inconciente, mis inarticulados sueños, mis pensamientos dormidos. Sentí de pronto, pese al frío crepitante, de nuevo mis piernas, mis pies, más allá de los ropajes y los zapatos. Sentí mi piel, mis uñas y mis pelos. Vencí el automatismo de la rutina diaria y te pensé. Te imaginé alegre y calurosa en nuestras tardes abigarradas de caricias, de sonrisas. Vacilé. Pensé en ir a verte, como antes, como siempre. Por un momento me olvidé del frío y los trabajos, de la coyuntura y los gaznápiros. Fluyó en mí un calor bastante ajeno ya, y olvidado, un candor ya aplacado, una espontaneidad dejada de lado. Pero subsumí en mis espontáneas cavilaciones la vena fáctica de mi grisácea realidad, mi trastocada esperanza, mi desteñida vivacidad. Subí al bólido y ahora me encuentro de nuevo aquí, ordinario, con frío, solitario. Absolutamente invernal.
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