La noticia me la dio mi hermanito. Estaba al borde del sueño en mi cama, y el otrora menudo pero siempre simpático Bruno lanzó un grito que alienó la paz de mis sacrosantos aposentos, y que en principio no creí: Fidel Castro cedió el poder. Lo miré de arriba a abajo con un gesto de incredulidad, como si fuera una de sus invenciones pueriles, pero luego recordé que ya tiene edad de decir verdades -estuvo zapeando y se detuvo en CNN-. Tal parece que la situación es muy seria, señores. Fidel Castro tiene exactamente 79 años, y a su edad hasta una inofensiva gripe puede causar estragos y complicaciones lamentables. Además, desde que tomó el poder y que se recuerde, nunca delegó sus funciones.
Por más hermano de Fidel que sea este señor Raúl Castro, todos sabemos que no se trata de Fidel mismo, y si este no regresa -es decir, si se va-, el régimen castrista tendrá, de seguro, un pronto epílogo. No quisiera politizar más sobre el tema. La hora y mi condición no me lo permiten en demasía, solo pongo sobre el tapete la idea de que, aparentemente, se vienen o se vislumbran venir cambios importantes en la política latinoamericana. Personalmente le tengo cierta simpatía a Cuba y sana admiración a Fidel. Es un líder político de indiscutible renombre internacional. Y Cuba es mucho más que una islilla del caribe -no solo es la más grande en términos geográficos-: potencia mundial en el deporte y la salud. Está bien, tengo en mi cuarto el poster del Che Guevara.
Con todo, la situación del polémico líder de la Revolución Cubana es relevante. La expectativa está allí. No nos uniremos a los fanáticos que deben ya estar prendiendo velitas por la improbable recuperación del viejo barbón, ni tampoco a esas demenciales y pseudodiabólicas celebraciones por su enfermedad, pero estaremos al tanto de las repercusiones que este hecho traiga consigo, sea para bien o para mal de Fidel, de Cuba y/o de latinoamérica.
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