Cuando entramos a la universidad nuestra vida cambia, solemos apartarnos cada día más de casa, entre libros y conferencias, clases y coloquios, prácticas y tertulias. Hasta dormimos fuera, con relativa frecuencia, por un trabajo, un examen o una exposición. Obviamente, también almorzamos fuera. Es así que frecuentamos los restaurantes y cafeterías de nuestras universidades, aunque también, cómo no, de vez en cuando, acudimos a una sebichería, a un miguelón o a un buen chifita. No reparamos, empero, en que bueno, uno se expone a ciertas peculiaridades. Es cierto que no podemos exigir mucho de establecimientos baratos y humildes, pero creo que un mínimo de consideración para con nosotros, los usuarios, clientes, y en definitiva, personas, nos merecemos.
Como buen peruano, soy buen comensal, fiel, cumplidor y hasta algo ingenuo. Frente a mi universidad hay dos chifas. Uno de ellos lo descarté una vez que me sirvieron una mosca en medio de mi arroz chaufa. No hubo problema, es decir, más allá del asco, repudio y el jamás volver a pisar aquel establecimiento; entonces elegí un chifa que quedaba dos cuadras más lejos, pero que, en comparación, valía la pena sudar caminando bajo el sol pandino hasta allí. El ambiente ciertamente es distinto, el lugar es más acogedor, más agradable a la vista, más espacioso, hay más mozos, mayor variedad de platos y la verdad que, en general, parece mejor cuidado y limpio. Ciertamente, es algo más caro que el otro, pero vale la pena. O mejor dicho, valía.
Quedó demostrado que hoy no era mi día. Me encontré con un amigo con el que suelo ir a comer cada cierto tiempo, y decidimos ir a este chifa que les digo. Como siempre, queriendo ahorrar aunque sea las energías que el caminar de más le produciría, mi buen aunque roñoso amigo protestó y quiso acudir al primero de ellos, que como sabemos, no solo es algo más barato, sino que queda más cerca de la universidad, al frente casi, apenas cruzando la avenida Universitaria. No, le dije, ya te he dicho que este otro es mejor. Me miró con cara de ya vas a ver, sobrino, pero no dijo nada y enrumbamos. Y llegamos, nos sentamos, escogimos nuestros menús, le comenté que mi padre me había dado cierto dinero para un ciclo de seminarios sobre la cultura China, y que me había sobrado algo de plata y podía pedir una fuente para pasar un buen rato entre amigos, accedió y pedimos una porción de chi-hau-kai y una incacolita de litro y medio. Todo iba bien, como siempre, bromeándonos sarcástica aunque deportivamente, hasta que aconteció aquello.
Primero, apareció un indigente con un niño en brazos, respetando poco el lugar en el que nos encontrábamos y pidiendo dinero. Mientras mi compañero comensal ni siquiera se inmutó -ni lo miraba, por cierto-, yo sentí, naturalmente, pena por la criatura y hasta culpa y vergüenza, y le entregué algo para que se fuera, no sin antes decirle que respete este tipo de espacios, que utilice la calle para estas actividades. Mi amigo se burló en seguida por mi sentimentalismo, calificándolo de absurda debilidad, y diciendo que el infortunado sujeto que nos importunó quería, adrede, apelar a la compasión de nosotros, queriendo con ello, justamente, comprometernos, para a continuación, proceder a bajarnos las defensas y obtener algunas monedas.
Pero bueno fuera que hubiese acontecido aquello, solamente. No, desgraciadamente no. Entonces vi mi plato. Nadaba algo en mi sopa wantán, y no era nada agradable. Se trataba de una larva, ni más ni menos. No sé de qué, y no pienso averiguarlo, y menos quiero hacerlo, y ni mis zoológicos intereses me sirvieron para ello en esta ocasión. Solo vi al achicharrado embrión, nadando póstumo sobre las aguas de mi alimento. Sus ojos, para colmo, negros y repugnantes, apuntaban a mi cara, y se notaban las incipientes patitas dentro de la crisálida amarilla. Me sentí muy mal; dejé inmediatamente la cuchara y aparté de mí el plato hondo y hediondo. Mi amigo me preguntó qué pasaba, y le enseñé el plato. Inmediatamente me dijo que pida que me lo cambien. Tienes razón, argüí, y levanté el brazo. Sin demasiado aspaviento, pretendía informarle al mozo lo sucedido, pero justo atendió mi llamado una chinita cuyo nombre conozco, a la que, por cierto, le guardo cierta simpatía, ya que soy cliente de relativa frecuencia en el local. Se excusó sorprendida y me dijo que me traerían otro plato.
Sin embargo, este día estaba marcado para mí. Encontré otro regalito no menos monstruoso en el segundo plato de sopa; esta vez lo detecté más rápidamente, pero ya no tenía fuerzas ni para indignarme, ni para levantar el brazo. Mi amigo, por supuesto, me sugirió la idea de protestar para no pagar nada, pero sentencié, con ninguna solemnidad y sí bastante desconcierto: no voy a venir más. El mozo trajo, con una cara de pocos amigos, la fuente y los platos de segundo. Mi compañero le devolvió esos ojos, mientras yo preferí evitarlos. Ya no podía disfrutar más la comida. De hecho, cada bocado fue lento, pausado y auscultado científica y neuróticamente. Qué paz podía haber en mí, si pensaba, no sin razón, que los arroces podían moverse o hasta volar. Mi amigo se divirtió mucho con la escena, y de hecho se rió todavía más, cuando, consultando su billetera, adujo que no iba a poder compartir a medias la cuenta, porque no le alcanzaba. Bromeando, le dije: bueno, está bien, después de todo al que le tocaron los premios fue a mí.
Regresando a la universidad, conversamos sobre qué era peor, si encontrar en la sopa una mosca o una larva de mosca. Mi compañero dijo que seguramente la larva estaba menos contaminada, y yo respondí: pero la larva implica familia... caldo de cultivo. Mi amigo suspiró: bueno, al menos yo no tomé sopa. Sus burlas fueron por mí tomadas en serio: no regresaré, por más que tenga toda la simpatía del mundo por la chinita aquella, nunca más a aqueste establecimiento.
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