Qué idiota. Hoy te perdí dos veces, diez veces, todas las veces. Hoy te fuiste sin prisa y sin pena, mientras yo me entretenía entre vinos y conversaciones con algunos profesores. Lo que no sabías es que me era imprescindible tener esas conversaciones, porque ando necesitando proyectos de investigación que me devuelvan esa seguridad académica perdida, ese disipar de la neblina del terreno de mi porvenir, pedregoso, peligroso, incierto. Lo que no sabía es que al hablar con estos profesores, estaba perdiendo la última chance que me darías para conocerte.
Te lancé tres, seis miradas furtivas y sigilosas, y todavía seguías allí, aguaitando una respuesta que nunca llegó, mientras intercambiaba conceptos, pareceres e intereses con mis posibles futuros co-investigadores. Abusé de tu paciencia. Pensé que me darías una última oportunidad para acercarme, pero ya no pudiste esperar más. Y estuvo bien, sin duda. No tenías por qué hacerlo. Seguramente, no te veré más. Fue una lección que me servirá.
Y sin embargo te saludé con un beso a la hora de almorzar, en la cafeta. Quién me entiende, yo no. Ese fue el momento, solo aquel, en el que te sorprendiste cuando me acerqué; yo también, pues no tenía sentido que te saludara sin saber tu nombre y que además no entable conversación alguna, sino que estúpidamente regrese a mi sitio y empiece a comer. Pasaste a devolver el gesto, las mismas palabras temerosas apenas audibles, la sonrisa inocentona y la mueca trémula: turbación, pero nada más. Y luego, en el intermezzo del coloquio, el recalcitrante destino me dio el lujo de cederte el último pastelillo de la bandeja. Una sonrisa acompañó mi gesto, que respondiste con los ojos, a la distancia. Pero ya la suerte estaba cantada. Ya no encontraría otro momento. En la clausura, el vinito de honor, que parecía vinagre de horror, tampoco me dio las fuerzas necesarias para empujarme hacia ti.
Había adivinado que no te hablaría, en efecto, desde el comienzo, y aunque pensé que podría hacerlo, que encontraría la oportunidad y el momento, finalmente desistí, tal como ya lo había vaticinado. Y si alguna vez vuelves a toparte conmigo, no sé qué te diría, más allá de pudo no ser así. Aunque fue, por mi culpa, por supuesto.
Adiós, Desconocida.
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