jueves, septiembre 21, 2006

Navegando a la Oscuridad

A Elvia... porque ya pasó por la tempestad.



Elvia era una mujer muy activa, dinámica, alocada, espontánea, temeraria. ¿Temeraria? Pues sí. Tenía más de 80 años y no dudaba en pegarse el matador viaje en bus desde Lima -en esa época vivíamos en Trujillo-, y todavía lo hacía sin avisar. Sus canas no implicaban, para nada, la tranquilidad apacible de sus coetáneos. Vivía con su hermano mayor Jorge, un viejo renegón y huraño que se quejaba cuando le llevaban regalos. Ambos eran, juntos, una pareja de caricatura. Y para el niño que fui, eran personajes entrañables, como sacados de cuento. Nos hacían matarnos de risa a mi mamá y a mí, los únicos familiares - y eso que éramos bastante lejanos- que los frecuentaban. Jorge era renegón, sí, pero a pesar de ello quería mucho a su hermana. Elvia había sido profesora en su juventud, y con su pensión de jubilación cuidaba de su hermano responsablemente, además de la casa. Pero, lejos de tener una imagen de profesora, más bien, solo le faltaba vestirse de rockanrolera; tenía todo el espíritu de una abuela out-law. Cruzaba la pista corriendo; tenía una envidiable energía, saltaba, corría, me llevaba a los juegos de las canchas del Complejo Deportivo y se divertía conmigo más que la más entusiasta y atlética de mis nanas. No tuve nunca una abuela -una murió antes de que nazca, y la otra la conocí, por circunstancias que no vienen al caso, a finales de la pubertad-, pero si en mí hubiera estado la oportunidad de elegir una, sin duda hubiera sido ella. Esos años de mi infancia fueron geniales gracias a ella, era mi compañera de aventuras. Nos perdimos mil veces, y mi madre casi muere buscándonos, a veces hasta con policías. Me llevaba hasta Huanchaco, y para sus entrados ochentas todo lo que hacía era más que una proeza. Pero en esos años tenía lucidez, es decir, su locura era simplemente su personalidad... aunque, poco a poco, estó cambió.
Mi mamá lo temía incluso desde antes de que "sucediera". Hernán, otro tío abuelo, primo de Elvia y Jorge, conversó sobre la condición de Elvia con mi madre. El tío Hernán era otro personaje, decía que en su juventud, allá por los cuarentas, había sido boxeador, y le gustaba ponerse en guardia y levantar los puños. De los tres él era el más cuerdo, sin embargo, se nos fue antes por una neumonía fulminante. Pudo, empero, advertirle a mi madre sobre la condición de Elvia: Se anda olvidando las cosas, le dijo una vez. Los parientes más cercanos no se preocuparon nunca por la suerte de la pareja de ancianos hermanos, y mi mamá y yo éramos las únicas almas que les quedaban.
Y, con la muerte de Jorge, la decadencia de mi abuela de cariño se acrecentó cada vez más fuerte y más rápido. Entonces, no hubo más remedio que llevarla a un centro de reposo. Lamentablemente, no fue uno bueno, pues en esa época no contábamos con el dinero suficiente para algo mejor. Tras una serie de peripecias y cambios del local del centro, mi mamá perdió el rastro de mi tía Elvia por algunos años. Cuando la volvimos a ver, ya no nos reconocía, de hecho ya no veía, apenas y escuchaba. Creía que Jorge la acompañaba, que mi mamá era su madre, y a mí logró pocas veces más decirme José Manuel. Me dio tanta pena verla tan disminuída, que mi mamá prefirió ya no llevarme más. Poco después, hubo otro cambio de local, y para cuando mi mamá logró ubicarlo, ya había fenecido. Sí, fue el Alzheimer.

Comienza con ciertos olvidos que se confunden con las fallas comunes de la memoria, esas que a cualquiera le pasan, que pasan por tanto desapercibidas, inadvertidas, caletas, hasta que, lamentablemente, no hay nada más que hacer. Siguen luego las desorientaciones, olvidos más serios, complicaciones más serias, por las cuales, en un primer momento, uno mismo se preocupa, se asusta y se sabe distinto, es consciente de que algo no anda bien; en un segundo momento, ya la consciencia de uno mismo se ve tan afectada que pasamos de hablar de lagunas o episodios amnésicos a lagunas o episodios de consciencia... en un tercer momento, ya no hay momentos, no hay tiempo, solo dependencia, ensimismamiento, oscuridad... el regreso total. Es la demencia de tipo Alzheimer (1), la más común de las demencias. Aquella enfermedad degenerativa e irreversible, que se lleva la vida de nuestros abuelos.
Los médicos suelen diagnosticar el Alzheimer una vez que ya descartaron todas las otras enfermedades afines, puesto que esta enfermedad ataca el cerebro de manera difusa e impredecible, degenerando lenta y progresivamente la totalidad de las funciones vitales. No se conocen las causas ni la forma de contraarrestarla. La vista, la audición, las habilidades senso-motrices y por supuesto, las cognitivas, todas, todas sin excepción se ven afectadas, y la persona se va perdiendo, va navegando hacia la oscuridad (2). Es una enfermedad muy triste, sin duda. Y no solo lo es para la persona, sino también para la familia.
Como toda demencia, la de tipo Alzheimer produce, en su ínterin, episodios penosos para la familia. El reloj biológico de la persona se altera, de manera que no solo se producen hipersomnios o insomnios, sino que el sujeto se activa en su mayoría en horas de la noche, y no es extraño que se ponga a hacer actividades que despierten a todos los miembros de la familia -como cocinar, barrer, lustrar, etc.-. Esto, adicionado al nivel de desorientación que lleva a los padecientes a confundir primero las horas, los días, los espacios y finalmente a uno mismo, los vuelve muchas veces insoportables -debido a su condición de inoperancia y dependencia absoluta- a sus familiares, por lo que optan por internarlos en casas de reposo y asilos.
Lo lamentable y aterrador es que, en efecto, uno va descomponiéndose a todo nivel. Los recuerdos se atrofian, se confabulan, se confunden y finalmente se olvidan. Las nociones, los automatismos, la memoria, la capacidad de atención, la consciencia del yo... las capacidades del ser humano como tal se ven menguadas hasta el cero. La persona va perdiéndolo todo, desde el pleno uso de sus facultades, hasta el recuerdo de sus seres queridos, de sus vivencias y de su propia psiquis. Y sí, lamentablemente es irreversible, a pesar de que a veces encontremos en los sufrientes lagunas de consciencia, y con ello creamos ingenuamente en su recuperación.
El final, por supuesto, es triste. La persona, comunmente, pierde la vista, la audición, la coordinación motora, el habla, la capacidad para caminar. Lo más triste de todo esto es que, normalmente, estos enfermos pasan sus últimos días solos, y no porque no adviertan la presencia de sus seres queridos -de hecho, ya vimos que carecen de la capacidad de reconocimiento-, sino porque muchas veces estos los abandonan a su suerte en centros cuya garantía de seguridad, pulcritud y cuidado no siempre son lo que aparentan.
Para esta semana, en el curso de Psicología Anormal, nos habían mandado de tarea ver la película Iris. No pude localizarla, y no la vi, aunque recordé a mi tía Elvia, uno de esos personajes del baúl de recuerdos, que de todas maneras aparecerán entre tus personajes, si es que pretendes escribir alguna vez. Queda pendiente ver Iris, que por los comentarios de todos fue bastante buena, que yo ya le rendí homenaje a mi extraordinaria abuela de cariño.


Notillas.
(1). Denominada así por el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales, cuarta edición revisada. DSM IV-TR para los amigos.
(2). La metáfora no es una expresión gratuita -la utiliza Iris, en la película del mismo nombre, un film de 92 minutos bajo la dirección de Richard Eyre, 2001-. Para más información sobre la película, pincha aquí: http://www.amazon.com/Iris-Richard-Eyre/dp/B000067J3R.

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