X despierta, desganado, abatido, cabizbajo. Trata de no levantarse, juega con las sábanas, acurrucándose, hasta que la monotonía termina por desesperarlo. El ruido de los pájaros, entonces, lo llama a levantarse, más allá de los rayos de sol que hace buen rato destilan su calor por entre los cristales de la ventana. Con cada respiro intenta, por un lado, recobrar las fuerzas que le permitan recuperarse, con cada suspiro, empero, las regresiones se le impostan y lo hacen retroceder hacia la cama. Depresión.
X experimenta, entonces, un desvarío. Se harta de sus conflictos internos, toma la bicicleta, llena una botella de agua en la cantimplora, y sale en búsqueda de su identidad. Pasea aquí y allá: en los parques comparte los últimos rayos de sol con las mariposas y las aves, conecta sus latidos a los trinos de las palomas y pisa fuerte el pedal. Ahora está en la playa, observando la majestuosidad del sunset. La brisa le produce un agradable frío en sus mejillas. El rugir de las olas se conmutan con su entrecortado respirar, y una escueta lágrima, desciende temerosa. El tiempo se detiene, el sol ya se ocultó, no hay sonidos alrededor, solo su agitado corazón resuena. La lágrima temerosa ya se extinguió, y ha sido reemplazada por otras más vigorosas.
La soledad, esposa del silencio, le brinda a X su sutil y desinteresada compañía. Los sollozos han acallado, la quietud reina, mientras a lo lejos la oscuridad comienza a imperar en el cielo. Entonces X toma la cantimplora, bebe media botella y emprende la vuelta a casa. La tristeza no lo ha abandonado, su respirar acongojado sigue acompañando su lento pedalear. Llega a casa, deja la bicicleta, termina su cantimplora y marcha a su cuarto.
La quietud se apodera del ambiente ya cargado. X abre la ventana. A lo lejos, la noche sin estrellas. Más cerca, en su aposento, el silencio lo invita a reposar. Toma las sábanas, se recuesta, y de nuevo el miedo y la nostalgia inquietan su atormentado corazón.
Ahora duerme, pobre y débill X. Faltan muchas horas como estas, días, meses. Ahora duerme, pese a la tristeza. Y mañana despierta a la verdad. Por el momento, solo duerme, descansa, ya habrá mucho tiempo para pensar.
X experimenta, entonces, un desvarío. Se harta de sus conflictos internos, toma la bicicleta, llena una botella de agua en la cantimplora, y sale en búsqueda de su identidad. Pasea aquí y allá: en los parques comparte los últimos rayos de sol con las mariposas y las aves, conecta sus latidos a los trinos de las palomas y pisa fuerte el pedal. Ahora está en la playa, observando la majestuosidad del sunset. La brisa le produce un agradable frío en sus mejillas. El rugir de las olas se conmutan con su entrecortado respirar, y una escueta lágrima, desciende temerosa. El tiempo se detiene, el sol ya se ocultó, no hay sonidos alrededor, solo su agitado corazón resuena. La lágrima temerosa ya se extinguió, y ha sido reemplazada por otras más vigorosas.
La soledad, esposa del silencio, le brinda a X su sutil y desinteresada compañía. Los sollozos han acallado, la quietud reina, mientras a lo lejos la oscuridad comienza a imperar en el cielo. Entonces X toma la cantimplora, bebe media botella y emprende la vuelta a casa. La tristeza no lo ha abandonado, su respirar acongojado sigue acompañando su lento pedalear. Llega a casa, deja la bicicleta, termina su cantimplora y marcha a su cuarto.
La quietud se apodera del ambiente ya cargado. X abre la ventana. A lo lejos, la noche sin estrellas. Más cerca, en su aposento, el silencio lo invita a reposar. Toma las sábanas, se recuesta, y de nuevo el miedo y la nostalgia inquietan su atormentado corazón.
Ahora duerme, pobre y débill X. Faltan muchas horas como estas, días, meses. Ahora duerme, pese a la tristeza. Y mañana despierta a la verdad. Por el momento, solo duerme, descansa, ya habrá mucho tiempo para pensar.
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