En medio del descanso del trabajo, con mis compañeros en el chifa de siempre, estaban pasando, como nunca, la película Aladín, aquella película de Disney, que me encantaba ver con mi madre desde pequeño en una vetusta cinta de Betamax. Sí, de Betamax. Corría el año de 1992 y vivíamos en Trujillo porque así lo quiso mi padre por motivos de seguridad por el infierno urbano capitalino del terrorismo, y porque mi papá, y por consiguiente nosotros, corríamos peligro. En esa época yo contaba con 6-7 años, y recuerdo que ví la película muchas veces con mi buena madre. La veía y la veía, y con ella, pues nos encantaba matarnos de la risa con las voces de Iago y de Abu, y con las ocurrencias del Genio. Era fascinante, y sigue siendo mi favorita de todas las películas de Disney de todos los tiempos; incluso, para mí, mejor que todas las recientes de animaciones digitales, y esto puede ser subjetivo y todo lo que quieran, pero no pueden negarme que el guión es sencillamente fabuloso y perfecto. Sino véanla.
Por mi parte yo la vi 700 veces en ese entonces, del ahora lejano, naftalinoso y ensepiado 1992. Por eso ahora que me tropecé otra vez con tan querida película no podía dejarla escapar de nuevo, como dejamos escapar hace miles de años el viejo Betamax y por consiguiente cada una de sus cintas, incluida mi vieja y tan querida cinta de Aladín. Me enervé de alegría cuando me dí cuenta que la hija de la dueña del chifa también estaba viéndola, por lo que los nuevos clientes que acababan de llegar no podrían simplemente pedir que cambien el canal, y mas bien tuvieron que comerse el privilegio de verla, en un comienzo negado por su precipitada negativa de involucrarse con la temática de la misma, por seguramente pensar que es muy de niños. Pero era de haberlos visto morirse de risa con nosotros en coro -mis compañeros en un momento también se negaron a su niño interno con deseos de verla, pero cayeron más rápido que aquellos más entrados en años-. Las otras mesas, también, ya se mataban de risa y empezaron a dejar de conversar. Todo el chifa veía la película. No miento, yo mismo me encargué de corroborarlo buscando con mis curiosos y lloriqueantes ojos entre el público, y todos se embobaban tanto o más que yo.
Es así que al final de la jornada tenía que buscarla, tenía que obtenerla. Enrumbé hacia una de las tiendas piratas, que gracias a la pobreza y a nuestra cultura tan peruana abundan, y más por la zona donde trabajo. Tenía que comprarla, tenía que verla con mi madre otra vez. Así que regresé a mi casa y la esperé como cuando tenía 7 años, y cuando regresó con mi hermano de la calle les dije para verla mientras cenábamos. Sabía que ella no podría negarse, sabía también que mi serísimo hermano menor sentiría curiosidad por mi iniciativa y aceptaría. Entonces la vimos, mi hermano por vez primera, porque en 1992 apenas tenía un año, y mi madre y yo por enésima. Los tres nos matamos de risa. Recordé que había olvidado que sabía cada línea del guión de memoria, y a cada momento las frases se me iban apareciendo casi al mismo tiempo que se decían, como un camino que se hace visible en la oscuridad. Eso también se hizo y se sintió espectacular.
Hace tiempo que no lagrimeaba tan necesariamente así. La esquiva felicidad es fácil de asir, está al alcance de la mano con estas pequeñas grandes cosas. Dénse la oportunidad de verla de nuevo, o sino, descúbranla, y descúbranse a su vez a sí mismos.
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