Del cielo cayó. En el apagón, sacando libros, un retrato empujó un recuerdo de Andrea, y lo destruyó. Me apené mucho, decidí no tener nada más en el estante de los libros. Barrí los pingüinitos, tristemente, el único regalo que me quedaba de ella. Luego leí con velas y me sentí algo mejor. Finalmente, el cielo me regaló un momento hermoso. La posibilidad de atender a un pichón.
Habías caído del techo. Tiritabas víctima de la noche hostil, invierno cruel. Logré entonces ponerte a salvo del gordo y miserable gato de mi madre, que ya estaba pensando en engullirte. Tuve que gritarle su vida y ahuyentarlo para que no te haga nada.
Pasado el trauma y habiendo entrado bajo techo, te acurruqué sobre un pantalón, en la cama de arriba de mi camarote. Tus patitas pequeñas y tus plumas esponjosas revelaban tu reciente nacimiento. No pude dejarte solito a la intemperie. Te tomé entre mis manos, una bajo tus patitas, la otra sobre ti para darte calor. Acaricié tu cabecita, tu cuellito, tus alas hacia arriba en ondulantes y suaves movimientos que lograban que tus grises párpados se cerraran y dejaras por fin de tiritar. Frágil, débil, pequeño. Humedecí mis dedos y te dedí de beber. En una cajita coloqué un poco de aserrín, migajitas de pan y un potecito de agua. Sobre ella la luz de lectura...
Mañana veremos qué hacer. Te compraremos alpiste, te daremos de beber. Por mí quédate hasta que puedas volar, por suerte no estás herido. Hoy te quedarás. Confía en mí, haré lo que esté a mi alcancé. Pero recuerda, solo es momentáneo, habrás de irte. No mires atrás. Vive, crece, vuela. Sé libre. Te recordaré.
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