Por mucho tiempo había abandonado la música, el tocar la guitarra, el escuchar canciones reteniendo serpenteante y vallejianamente las letras atinadas, el caminar silbando por la calle, ese respirar hondo y crepitante, dificultoso, timorato que nos da cuando nos pasa. Como si fuera un espasmo de asma, como si estuviera en la altura, respiro como si me hubiera desacostumbrado al oxígeno. Por mis venas hace tiempo no fluía tanto sentimiento, como si ahora mi cuerpo palpitara entero, tanto que es un poco difícil contenerlo, guardarlo, aprehenderlo. Tanto que sé que si me observara a través de un espejo me daría cuenta de lo paulocoelhísticamente ridículo que me veo así. Tanto que es difícil y hasta triste callarlo, mantenerlo en el silencio y en la espera.
Pero sí pues, la espera es necesaria, la paciencia, la sapiencia. Pero mientras tanto qué le hago a las ganas locas de besarla, de abrazarla, de tenerla junto a mí. Qué le hago a las ganas de llamarla y preguntarle cómo está. Qué le hago a la angustia de pensar que podría estar yéndose para atrás con la locura de la aventura a intentarlo. Sé lo que tengo que hacer, ser yo mismo y que la cosa fluya tranquila, sin presiones, sin condicionamientos ni condiciones. Sé que debo darle su espacio para que no solo tome la decisión de seguirme, sino que realmente quiera hacerlo. Sé que debo ser paciente, que debo conocerla más y mejor. Sé que debo transmitirle la seguridad que yo ya siento, saberla esperar. Pero, y este es un gran pero, qué hago con todo este sentimiento desbordante que emana de todos mis poros. Cómo lo sublimo.
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