Hoy te ví, y se me olvidó que era martes, que estaba entrando a la biblioteca a sacar unos libros, que me acompañaba una amiga, que tenía que hacer un trabajo, que era invierno y tenía frío, que no había celebrado mi cumpleaños, que no estaba motivado. Se me olvidó que hace una vida no nos hablábamos, que habíamos peleado una vez más como niños, pero que no reparamos como adultos la que fuera nuestra última riña. Se me olvidó la hora, el tiempo, el enorme silencio de los meses a la deriva. Se me olvidó la fatiga, el cansancio, la pereza, la rutina, la procrastinación, la aquiescencia. Tan solo recordé aquellos guijarros de febril azabache, tus ojos, mirándome con el cariño de unos tiempos demasiado lejanos y sepias, esos tus ojos que ahora me ignoraron con ponzoñosa y alevosa indiferencia. Y me quedé de pie, con los ojos despiertos, con los recuerdos aquellos que parecen de otra vida, de otro tiempo, de unos seres que jugaban a conocerse y terminaron siendo desconocidos. Me quedé en seco, aprisionado en un segundo eterno, colmado de hiel, sofocado, y ya no pude sacar los libros, ni acompañar a mi amiga, ya no pude hacer el trabajo; tampoco pude leer para disiparme. Las letras volaban como murciélagos desesperados, los conceptos se distendían en incomprensibles hipérboles, los personajes se confundían en dilemas inenarrables. Tus ojos esquivos me perseguían hasta el recuerdo de tus ojos antiguos. Hoy te ví enfurruñada por mi presencia, y prefiero recordarte sonriente, radiante, familiar y feliz. Aunque eso implique entristecerme por tu conspicua ausencia.
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