Anochecía en San Isidro, yo entraba al siempre caótico y dantesco submundo del tránsito limeño. Sin embargo, esta vez fue distinto. Las insoportables sirenas y vocinas, los carajos al aire, el calor de mierda de camiones de pollos humanos que ya ni pían por un mínimo de privacidad y decencia no estaban presentes, o por los menos se vieron reducidos y aplacados por un octagenario trovador.
Este viejo simpático amenizaba a los pasajeros desde Chorrillos, ni más ni menos. Había pasado más de treinta minutos cantando con tecla y animosa voz, mientras los espectadores le respondían con sonrisas y suspiros de antañas vivencias crepusculares. Tangos, congas, algunos valses. Marineras y huaynos. El anciano sabía todo, y con una sonrisa descubría su rostro de patriarca bonachón.
Se quejó de la suerte de un tal Rogelio Aguas que cobró 200 dólares por entrada a un concierto en un estadio de la capital, mientras él le trata de sacar la vuelta al hambre, a la edad y a la indiferencia con los chelines humildes de las mujeres empáticas y los hombres nostálgicos que aplauden con cariño y celebran con copiosa admiración la destreza musical de sus preclaros acordes y certeras letras.
Se burló también de esos acróbatas sin imaginación que confunden el arte de la composición musical con fulgores sexuales repetitivos y mensaje ninguno -los reggaetoneros-, brindándoles una verdadera lección de historia, de cultura y de arrostre a la vida a los imberbes rostros que observaban con extrañeza a ese cándido abuelo cantor de grandes gafas, cenizo cabello y compasiva mirada.
Finalmente, partió, luego de ofrecer al complacido público dos o tres canciones más de las que prometió en su inédito concierto. Hubieron miradas perdidas y silencios otoñales tras su partida. El viejo había cautivado a todas las almas en derredor. Tuve que preguntarle su nombre, tan sencillo como su vestir, tan humano como su cantar. Juan Alberto Mejía, mucho gusto, caballero, y gracias.
No será Rogelio Aguas, pero vaya que hizo un gran concierto. Con la gracia de la providencia habrá hecho algunos soles en lugar de doscientos dólares por entrada, pero dejó mayor huella que cualquier jilipollero rockero advenedizo que haya pisado jamás las sombrías veredas de nuestra capital. Y es que todavía existen hombres que valen la pena conocerse en este mundo de seres inanimados.
Este viejo simpático amenizaba a los pasajeros desde Chorrillos, ni más ni menos. Había pasado más de treinta minutos cantando con tecla y animosa voz, mientras los espectadores le respondían con sonrisas y suspiros de antañas vivencias crepusculares. Tangos, congas, algunos valses. Marineras y huaynos. El anciano sabía todo, y con una sonrisa descubría su rostro de patriarca bonachón.
Se quejó de la suerte de un tal Rogelio Aguas que cobró 200 dólares por entrada a un concierto en un estadio de la capital, mientras él le trata de sacar la vuelta al hambre, a la edad y a la indiferencia con los chelines humildes de las mujeres empáticas y los hombres nostálgicos que aplauden con cariño y celebran con copiosa admiración la destreza musical de sus preclaros acordes y certeras letras.
Se burló también de esos acróbatas sin imaginación que confunden el arte de la composición musical con fulgores sexuales repetitivos y mensaje ninguno -los reggaetoneros-, brindándoles una verdadera lección de historia, de cultura y de arrostre a la vida a los imberbes rostros que observaban con extrañeza a ese cándido abuelo cantor de grandes gafas, cenizo cabello y compasiva mirada.
Finalmente, partió, luego de ofrecer al complacido público dos o tres canciones más de las que prometió en su inédito concierto. Hubieron miradas perdidas y silencios otoñales tras su partida. El viejo había cautivado a todas las almas en derredor. Tuve que preguntarle su nombre, tan sencillo como su vestir, tan humano como su cantar. Juan Alberto Mejía, mucho gusto, caballero, y gracias.
No será Rogelio Aguas, pero vaya que hizo un gran concierto. Con la gracia de la providencia habrá hecho algunos soles en lugar de doscientos dólares por entrada, pero dejó mayor huella que cualquier jilipollero rockero advenedizo que haya pisado jamás las sombrías veredas de nuestra capital. Y es que todavía existen hombres que valen la pena conocerse en este mundo de seres inanimados.
8 comentarios:
Pues sí que se ganó lo suyo el tío. Vale.
Los conciertos inesperados son los mejores. Como una persona despistada que se tropieza con cada cosa puedo dar fe de ello. Este fue uno de los mejores. Grande, el viejo.
las criaturas urbanas... tan interesantes.
pero lo de una huella mayor me parece un tanto exagerado, a mí me parece una huella distinta, otras vivencias, otra realidad, otra forma de pensar, otra actitud.
percibo un tono demasiado escéptico en el último párrafo de tu escrito; escepticismo del que reniega, no del que evalúa; y eso, desde mi punto de vista, constituye un final algo desencajado.
-por supuesto me refiero a Mejía-.
Comprenderás, amigo, que escribir es una costumbre, y como tal, se enajena con la falta de práctica. Poco a poco voy volviendo a vivir, poco a poco, también, voy volviendo a escribir.
Acabo de leer a Gabo, a veces es difícil desimpregnarse dél en los días siguientes a acabar sus novelas. Quizá quise zafarme, nada más. Después de todo, el Chema del escepticismo radical se consumió hace mucho, maceróse con algo de taoísmo y filtróse en literatura medieval -beowulfes, cides y sigfridos-.
Justo hace poco me topé con un escéptico irreconciliable bastante mayor a mí. Hasta sentí compasión dél. Me dio lástima -y cierta vergüenza- decirle que yo ya había pasado por esa etapa, pero en fin.
Son varias cosas, y me será difícil expresarlas mientras dure esta fase en la que me es difícil retomar la costumbre de escribir. No pretendía caer en el escepticismo, no fue el punto, créeme que no. La verdad creo que perdí el punto, he perdido tantas cosas en este tiempo que perdí la costumbre de escribir.
Nada, gracias por participar.
Ah, y supongo que es, en parte, porque recién ingreso al Mundo Feliz y fordiano de la empresa, los recursos humanos y el pecuniario soma, curtiéndome entre libros de comportamiento organizacional y administración, y mi corazón salvaje insiste en la incivilizada humanidad -pista: Huxley-.
entonces nos vemos en la isla.
¿o tu corazón salvaje te llevará a colgar pendularmente?
saludos.
No creo, todavía puedo esconderme. Quizás cuando no haya salida.
Nos vemos.
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