Eran las doce del día y me encontraba caminando luego de una reunión de trabajo. Salía de la cafetería de letras, sin prisa y sin mochila, sosteniendo un papelito. Resolví ir a una presentación de Florentino Díaz, con motivo de la Feria del Medio Ambiente, organizada por EEGGLL. Pero es lo que me pasó en el trayecto hacia el aula en la que haría la presentación el invitado, y no la presentación misma lo que me llevó a romper un aletargado silencio de ya algunas semanas.
Mientras esperaba que los muchachos encargados del evento se pusieran de acuerdo para comenzar, y vaya que tardaron cachimbamente en hacerlo, pude reconocerme en ellos, en sus imberbes miradas, en su improvisación, en su alegría sutil, tácita. Sonreí. Recordé mis años de cachimbo, los cuatro ciclos de la cevichería, el ajedrez, las cartas, la mochila con parches de grupos punk, las chupetas con T-O-D-I-T-O en el Elos, las eternas tertulias, tardes y noches, con tiradas de clase incluidas, por supuesto, comiendo bocadillos con los amigos en las antiguas y cálidas mesillas de la cafetería de Letras.
Cuando me di cuenta, había salido del aula y me había detenido a contemplar, desde el tercer piso del pabellón, el escenario siempre caótico que guardaba los recuerdos mudos de dos años de mi vida. Allí donde bostezaba un universitario con pinta de colegial, allá donde repasaba unas lecturas una meditabunda cachimba. Allí recordaba tantas anécdotas pequeñas, inadvertidas, ora persiguiendo a cierta chica para mojarla en época de carnavales, ora conversando por ahí de política y otras estupideces con los compañeros contertulios. Tantas cosas me venían a la mente conforme me daba la vuelta por el tercer piso y cambiaba mi perspectiva. La despreocupación, la indiferencia, la irreverencia, ese tierno germen revolucionario, activista, utópico, pero también el alpinchismo, todo, todo.
Lo triste fue no encontrar al Sheriff (o el personaje que fungía del malo, aunque la verdad es que reboza de bondad, como el oficial Matute de Don Gato y su Pandilla, o el guardabosques Smith del Oso Yogui, especialmente cuando no cumplía su función principal: acallar nuestras risotadas interminables). Lo triste fue caminar solo por el tercer piso, observar a otros interactuando en lo que un día fui, y aunque no hace mucho tiempo, percibo tan lejano. Lo triste fue reparar en que la cevichería (el ícono, el emblema de esos años, el escenario de toda la existencia en el absurdo, en el devenir, en la holgazanería) ya no existía más, puesto que había sido clausurada por fomentar la vagancia y el ocio de los estudiantes. Lo realmente triste fue advertir que ya había pasado por ahí previamente, una vez cursado en ciclos superiores, sin percatarme de la inexistencia de la misma: una connotación de mi desvinculación con este mundo por el que pasé casi sin notarlo, casi sin quererlo, casi sin vivirlo. Si me preguntan si me gusta perder el tiempo, les diré que no. Pero a veces me pasan factura añoranzas como éstas.
Finalmente retorné al aula, y la presentación se dio todavía unos minutos después. Y estuvo bien, más o menos. Era para otro público, asumo. El extraño era yo.
3 comentarios:
Para mi esas cosas no son una para nada una pérdida de tiempo, si no todo lo contrario: son aquellas cosas que hacen de una vida una vida vivida, una vida de compartir gratos momentos (y a veces no tan gratos) con amigos, una vida viviendo el aquí y el ahora, disfrutando, viviendo.
Por otro lado, hace algunos meses fui a una presentación de Florentino Díaz y tampoco me pareció gran cosa, para ser sincero. Quizás, como dices, sea para otro tipo de público, tampoco digamos que es un mal cuentacuentos.
Quizás tengas razón. Aunque quise referirme, más que al hecho de que el tiempo vivido sea bien vivido o no, a ese sentimiento repentino, a ese flashback que es más rápido que una reflexión. A ese pisar el lugar en el que sucedieron aquellas cosas que solo se guardan en tanto memoria, porque todo se transforma, hasta los escenarios en los que sucedieron las referidas cosas, e incluso los recuerdos grabados. Pero eso por suerte todavía no me es perceptible.
Sobre Florentino, creo que lo justo es decir que el extraño era yo. Supongo que él asumió su público en tanto estudiantes de EEGGLL. La culpa la tuve yo por camuflarme entre ellos.
Ya estamos algo viejos y, al menos por mi parte, la universidad me está despidiendo en silencio...
Cuando ingresé, los carteles de los salones eran marrones, ahora son duros e inamovibles azules.
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