jueves, abril 12, 2007

¡Santa semana!

Qué se puede decir de una semana plagada de desavenencias, peripecias y vicisitudes. Si no las ponía por escrito, me hubiera costado mucho más desatarme de la rabia de las mismas. Es que, caramba, fueron tantas... que hasta me cuesta trabajo recordarlas todas, como a ustedes les costará creerlas, caray. Y leerlas, ujúm.
¡Miércoles!
El miércoles marcó el inicio de una semana para el olvido. Tenía trabajo para todo el día, por lo que el estrés me anduvo persiguiendo desde temprano: clase de 8 a 10 de la mañana, hueco hasta las 7 de la noche; práctica de 7 a 9pm; aplicación de una prueba psicológica a un niño voluntario; viaje a Trujillo apenas saliendo; marcha por los quince años del Autogolpe, en fin, una chanfaina.
Luego de la clase de la mañana, a la que llegué un minuto después de la toma de lista -o sea tarde-, enrumbé a Sociales más como curioseando que como activista: de inmediato me convencieron, fácilmente, de ir a marchar por los quince años del Autogolpe de Fujimori. Un muñeco del 'chino', una torta alusiva a los quince años del golpe -05 de abril de 1992-, y muchos 'regalitos' que recordaban las perlitas del dictador -como La Cantuta, Barrios Altos, el Grupo Colina, etc.- y una serie de ingeniosas y amenas arengas al compás de bombos sonorizados por improvisados palitroques: yucas y botellas vacías. La marcha salió bien, pues, a pesar de que fuimos pocos, empalmamos la misma con otra marcha que tenía como objetivo principal, el respeto y aplicación del 6% del PBI al sector educativo, compuesta por cientos de estudiantes de San Marcos, la UNI y Bellas Artes. A su paso por el Ministerio Público, nuestros poderosos aliados asustaron a un grupúsculo de fujimoristas reaccionarios a nuestra manifestación. Un despelote: los protestantes tomaron la otra vía de Abancay y fueron contenidos por la Policía a Caballo.
Caminé hasta Tacna con una chica de Comunica que acababa de conocer y me embarqué hasta mi casa. Almorcé a las 4; tomé las hierbas del doctor Pun -parte de mi dieta, usualmente las tomaba en la noche, pero no me alcanzaba el tiempo- en un santiamén, calentándome el esófago; salí corriendo a tomar un taxi a tomar la prueba psicológica en la casa del voluntario. La madre del niño llegó bastante más tarde de lo establecido -necesitaba entrevistarla de manera complementaria-, por lo que me obligó a tomar primero la prueba al niño, luego esperarla, después entrevistarla y finalmente faltar a mi práctica de las 7pm, y a correr nuevamente a mi casa a bañarme y alistarme para viajar.
Un comienzo nada auspiciante, pero nada comparado a lo que se me venía. Teníamos planeado viajar a Arequipa por las fiestas, pues mi familia nunca había visitado la blanca ciudad, sin embargo no pudimos hacerlo. De hecho, no podíamos, por fuerza mayor, viajar por placer, sino por compromiso, ya que una de mis tías más queridas se encontraba al final de una triste y larguísima agonía. Viajamos, pues, a Trujillo, y tuvimos que hacerlo a la rápida, por tanto encontramos pasajes cualquiercosa, y vaya qué cosas nos pasaron.
A Ormeño dile No.
La estación estaba repleta, muchas caras chaposas y rubios cabellos dejaban entrever muecas de insatisfacción. Al fondo, unas muchachas de dejo trapecino reclamaban, mientras que el personal brillaba por su ausencia, nadie se aprestaba a dar las explicaciones del caso. Pasaron casi tres horas para partir. Era el colmo. Y eso no era todo. Nos quisieron subir a un bus camión, a lo que nos rehusamos con energía. Finalmente, cerca de la una de la mañana tuvimos que ceder y subir a un vehículo que jamás en la vida costaría 50 soles el pasaje: olía a pichi de gato, los asientos no eran reclinables, no había aire acondicionado, DVD, televisor ni terramoza. Por supuesto, tampoco pasaron un miserable pancito, pero eso sí, el conductor estacionó en repetidas ocasiones, mientras que en más de una oportunidad dejó la puerta abierta durante el trayecto. Una desgracia. Ah, miento, sí hubo aire acondicionado, de gran calidad: a mitad de camino, el conductor ingresó a la cabina de pasajeros y abrió la compuerta del techo, dejando escapar un aire helado que terminó de congestionar las ya roncas gargantas de los estafados clientes. Para remate, nos dimos con la sorpresa -aunque para ese momento ya no lo era, francamente- de que el seguro contra accidentes, es decir, el martillo para romper las lunas y escapar en caso de peligro, ¡estaba roto! Por supuesto, a todos se nos heló el pecho en el pesador de buses, así como la carne de gallina en Pasamayo. Por mi parte traté de animar a un par de gringuitas desafortunadas que se estaban llevando la peor imagen del macondiano Perú. Y es que en el hacinamiento, muchas veces, se desarrolla la resiliencia. Entre todos los pasajeros, tratamos de reirnos un poco de nuestra cómica situación, de tomar el viaje, a fin de cuentas, como algo positivo, como una enseñanza para toda la vida: NUNCA TOMES ORMEÑO.
En el mar, la vida es más sabrosa. En el mar, perdí mi celular.
Llevaba ya unos días en Huanchaco, aquella playa de la infancia, tan linda, tan mía, tan de siempre, y sin embargo la felicidad era extraña a los idílicos y reminiscentes caminares descalzos por la arena. Mi tía Ruth, una mujer de carácter y temple, de una franqueza y entereza encomiables, de virtudes miles, se encontraba en las postrimerías de su vida, y no había más nada por hacer. La mejor amiga de ella, la tía Liliana, una simpática sesentona de madrugadores y alocados despertares, se alojó en mi casa e importunó mis perezosos ronquidos a las 6am. del domingo. Estaba dispuesta a salir a correr por la playa, y por supuesto, le fue muy sencillo convencerme. Llevé conmigo el celular, pues temía que Ruth se me adelantara demasiado, y salí a correr con Liliana por La Poza. La marea crecía continuamente, el agua helada humedecía mis vergonzosamente blancos pies. Sentí entonces que el celular podía mojarse, y cambiélo hacia el bolsillo izquierdo. Carajo, tenía hueco, y el celular, tan rápido como se resbaló, fue tragado por una desgraciada ola maléficamente sincronizada a mis cinco minutos de estupidez. Así, fue el adiós a otro misérrimo modelo celular de los que mis padres están acostumbrados a comprarme. Lo que me dio pena, por supuesto, fue la pérdida de las fotos que había tomado con el equipo: alguna que otra sonrisa de una amiga, revolucionarias imágenes de los plantones, y sobre todo las pruebas irrefutables del Ormeñazo. Por lo menos, recuerdo la placa de ese bus del diablo: VG- 3374.
Atrapado sin perilla.
El domingo fue gris, poco caluroso, casi hasta templado. La tarde pidió permiso al cielo para aparecer en el horizonte, el sol no se dejó ver. La noche llegó silenciosa y lacónica. El cerebro de Ruth había ya fallecido, no así su inacabable corazón. Sin embargo, los familiares que pensaron regresar a Lima esa misma noche, tuvieron que posponer sus viajes, ante el fin inminente y cercano. El lunes sucedió. La mañana y la tarde se consumieron en el hermetismo de las manecillas del reloj. A las 6:15pm, el semblante lleno de dolor de mi tía se transformó en una aliviada y póstuma sonrisa. Habría esperado al cura, dicen, no lo sé. Lo cierto es que por fin descansaba luego de un ominoso y grande sufrimiento. Luego de abrazos copiosos y lágrimas desconsoladas, los familiares dispusimos de inmediato los movimientos para la recepción del velorio. Nos quedamos hasta antes de la medianoche, pues esa es la costumbre Gôrbitz.
Al regresar a la casa, Liliana y mi madre se pusieron a conversar en la sala. Las acompañé, buscando animarlas y animarme con ellas. Al final logré animarlas con otra de mis peripecias: me quedé encerrado en el baño, sin haber presionado la perilla ni el seguro, ni nada. Resolví destruir la cerradura que me impedía la salida, y ya casi lo había conseguido -al menos del lado en el que me encontraba-, mas las señoras me contuvieron, diciendo que llamarían a Iván, el solucionaproblemas de la familia, el cual tardó cerca de una hora en llegar. Obviamente, las malditas acompasaron mi patética espera mofándose con sonoras carcajadas.
Parados.
El día martes, a las 3pm, fue la misa de cuerpo presente en la Iglesia de Huanchaco, en la cual no cabía ni un alfiler más -tan querida es mi tía Ruth-. Seguidamente, el entierro se llevó a cabo en el camposanto Parque Eterno. Las exequias duraron hasta antes del érebo, el cual presenciamos ya en Huanchaco, en compañía de la acongojada familia. Un par de horas después, se propagó la noticia: habría un paro regional en Áncash, y todos los viajes por tierra se cancelarían hasta nuevo aviso. Contra. Pero era en serio.
Una herida más al tigre.
Siendo el martes el entierro, el miércoles fue un día de cambios radicales en la casa. Retenido contra mi voluntad en Trujillo, resolví acompañar a mis familiares. Mis primos, prontos a combatir la posible depresión que la vacuidad de la pérdida de Ruth causaría en el ambiente del hogar para con su padre -mi tío-, contaron con mi ayuda para cambiarle la cara al domicilio todo. Así, junto con Iván, moví mesas, cajones, sofás, cómodas y otros muebles. Todo iba muy bien, hasta que, como ya es costumbre, al menos para el odioso burlón de mi primo, me topé el pie con algo y empecé a sangrar. Verónica, la muchacha que llorara desmedidamente en el entierro de mi tía, me ayudó a desinfectar la herida. Cuándo no, conmigo.
Star en Perú.
Conseguí, gracias a la providencia y a que hasta ahora no han habido nunca paros en el aire, un privilegiado pasaje en avión para el jueves a las 7:40am. En LAN los vuelos estaban copados hasta el sábado; la otra empresa, la escogida, me sonaba neutral, pues nunca había viajado con ella. Al llegar al aeropuerto de Huanchaco, nos dimos de cara con un cartelito que indicaba que el vuelo, a pesar de que inicialmente era a las 7:40am, estaba programado para las 8:10am. Mamá y yo nos hicimos de hombros, pues vaya que habíamos sufrido peores cosas en este viaje de locos, mas nuevamente la mala suerte nos haría pensar en rectificarnos. Fuimos a tomar un desayuno en la usurería, perdón, cafetería del aeropuerto, y al regreso al counter nos dice la encargada, con una hipócrita sonrisa, que el vuelo se habría de retrasar hasta las 10:30 por mal clima. Resignados, pasamos a la sala de embarque a matar el tiempo, mamá con el geniograma, yo con mis lecturas pendientes.
Por lo menos, el vuelo fue bastante tranquilo y llegamos a las 11:35 a pisar el cochino suelo del aeropuerto limeño. Seguidamente, sudamos frío en la sala de recojo de equipajes, pues la maleta que nos faltaba fue la última en aparecer. Muy mortificado, me dirigí a exigir una constancia de retraso de vuelo, a fin de utilizarla como justificación en la universidad, la cual demoró cerca de una hora más. Una hora por un miserable papel, carajo. A tanta incompetencia pueden llegar los peruanos. Star en Perú, vaya experiencia.
Ya me desahogué. Ahora dormiré, no sé si tranquilo, pues todavía ando psicoseado por tanta mala racha, pero por lo menos en casa. Chema está de vuelta, sacándose la sal.

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