viernes, octubre 21, 2011

Un día extraño y emotivo

Completamente extraño fue el día que pasó. Un 20 de octubre, día del periodista, que comenzó con la muerte de Gadafi a manos de un joven guerrillero de 18 años, fue también testigo de un apasionante triunfo de Universitario de Deportes por los octavos de final de la Copa Sudamericana. Cojudamente tuve que irme en taxi a la casa a dejar mi maletín, porque me informaron que no podía llevarlo al estadio porque estaba prohibido. Concebí entonces la posibilidad de que alguien necesitara auxilio médico en el estadio, y que las simplistas medidas de seguridad impedirían a cualquier médico salvar la vida de un desgraciado asistente con un inoportuno ataque cardíaco, por ejemplo. 


Cojudamente, también, tuve que dejar en casa mi correa, y en la puerta del estadio la gorra que acababa de comprar, porque del escaso cerebro de los dirigentes y tomadores de decisiones  salió precisamente un "sesudo" plan integral de prevención de la violencia y la inseguridad que pasa por reprimir el ingreso de maletines, de gorras y de correas al estadio. O sea que las correas tienen la culpa de la violencia. O sea que yo puedo agredir a alguien con mi gorrito de bufón de tela. Cualquiera con dos dedos de frente sabe que lo que tiene que hacerse es establecer lineamientos de seguridad en los que todos los involucrados asuman responsabilidades, para que después no estén zafando cuerpo cuando las papas quemen y echándose la culpa los unos a los otros de lo sucedido y lavándose las manos.

Sobre el partido huelga decir que fue absolutamente atípico para la garra crema -por la ausencia de esta, concretamente-, con un equipo poco prolijo, timorato, desordenado, que se dejó estar, y que  preocupó a los casi 8 mil hinchas que nos congregamos en un bonito por afuera, pero mal estadio chalaco -mala cancha, pésima señalización-. Además de haberse dejado estar y ganar el vivo, Universitario, como todo equipo peruano, tuvo al árbitro en contra, a pesar de jugar de "local", pues dos de sus jugadores salieron lesionados a punta de patadas impunes de los argentinos, que el árbitro colombiano apañó cobardemente.

La U pagó caro su descuido y sufrió un gol de cabeza minutos antes del fin del primer tiempo. Para colmo, a comienzos del segundo periodo, un recién oxigenado Miguel Torres se lesionaría producto de las patadas de los argentinos, mientras que el árbitro bien gracias -como todo el partido-. El momento alegre vino cuando mi padre, a lo Tano Pasman, fastidiado de que uno de los asistentes de adelante comprara por quinta vez un snack a uno de los vendedores, y que el vendedor le quitara la vista, le espetó al comensal con indignación: Oiga, carajo, ¿usted ha venido a comer o a ver el fútbol? La frustración de toda la tribuna se apaciguó un poco con esa gracia, que todos, desde los amigos del aludido hasta el vendedor de sánguches tomaron como broma del Especial del Humor, riendo a carcajadas por varios minutos. La justicia a las 8 mil almas del estadio Miguel Grau, empero, llegó tarde, pero llegó, cuando Andy Polo conectara un cabezazo a contrapié al segundo palo, venciendo al meta y forzando la tanda de penales a tres minutos del final. Un loquerío. En un abrazo emotivo con quién sabe qué gentes, extravié mi celular, y estuve buscándolo por varios minutos, hasta el momento en el que, derrotado, me dispuse a ver los lanzamientos de penales. 

Gol de Godoy Cruz. Algunos hinchas se tomaban la cabeza con preocupación. Va el capitán, el Negro Galván. Gol de Universitario, por supuesto. La gente clamaba al capi, mientras yo buscaba el celular meneando la cabeza. Gol de Godoy Cruz. Mutis general. Falla el chileno delantero de Universitario. La gente no daba pie con bola -literalmente-. Yo llamaba a ofrecer 100 soles por mi celular, convencido de que mis contactos perdidos eran muy importantes. Falla Godoy Cruz. La gente celebra ese golpe de suerte. Yo sigo intentando llamar a mi celular, y nadie contesta, pero timbra, eso me daba una ridícula luz de esperanza. 

Falla Universitario. La gente vuelve a lamentarse, no dando crédito a lo que ven. Era injusto que se nos quemara el pan en la puerta del horno. Algunos patearon el piso, lanzaron improperios al cielo y a la madre de Vitti, el responsable de los malestares. Yo sigo buscando el maldito celular, intentado escuchar la tonadita de Barenaked Ladies entre los gritos de los asistentes -empresa imposible-.

Vuelve a fallar Godoy Cruz. Era algo insólito, cuatro penales fallados seguidos, algo que yo nunca había visto, al menos en vivo y en directo. Algunos se tomaron de las manos, convencidos de que era una señal de la providencia de que no podíamos perder. Gol de Universitario, pintura de Ruídiaz, quien se lució a lo Zinedine Zidane, con una cuchara impresionante que besó el travesaño y se alojó en la red. Las cosas se nivelaban otra vez, 2-2, y la algarabía era máxima. 

Último penal de Godoy Cruz. El delantero, de cabello pintarrajeado, camina lentamente y es recibido con muchos insultos de grueso calibre. Los segundos se hacen incómodos, como el final de una ópera, alargando cada vez más las últimas notas. Falla el argentino y 8 mil almas rugen de alegría. Todavía quedaba una última esperanza. Yo estaba eufórico, y decidí subir la oferta para recuperar mi celular por 200 soles.


Va el peor jugador del partido del equipo local, el más lento, el que más se equivocó durante los 90 minutos. Rabanal se para junto a la pelota. Puta madre, exclama alguien, preocupado. La tensión es grande. Muchos se muerden los dedos augurando una larga agonía y que el moreno defensa fallaría. Pero se equivocaron, Rabanal anotó.

En ese momento, olvidé que había perdido mi celular. Olvidé que soy psicólogo social, y que en la mañana había dictado una clase de Teorías de la Agresión de la especialidad de psicología de mi Alma Mater. Bajé decidido a la malla que me separaba de los impunes argentinos que habían pateado lo que habían querido, amparados en su status de gigante sudamericano del fútbol. Tomé la malla y con toda la autoridad del mundo que me daba la victoria de mi equipo les espeté: Traidores, argentinos traidores. Le vendieron armas a Ecuador cuando fueron garantes. Malditos traidores. Varios me siguieron. Algunos, supongo, solo por diversión, porque a lo mejor ni estaban informados de la traición de Ménem. Uno de los policías se acercó a detenerme por escandaloso. Pero otro lo detuvo y le dijo lo suficientemente fuerte para que pudiera escucharlo: No está haciendo nada, hombre, y además, tiene razón. Esos argentinos son unos malditos traidores

Sonreí, despreocupado y convencido de que la U es más grande que sus problemas, entusiasmado de que habíamos clasificado a los cuartos de final de la Copa Sudamericana. Estaba feliz de que habíamos eliminado a un equipo argentino, claro que sí, por qué negarlo. Tan satisfecho que por un momento decidí olvidarme de la inoperancia absoluta de los dirigentes de fútbol y políticos peruanos; de la criollada de Chehade que toma partido por dinero a tres meses de iniciado el gobierno cuando su campaña fue la lucha anticorrupción; de las mafias que son los clubes deportivos que regalan entradas a vándalos y delincuentes que las revenden para comprarse drogas para envalentonarse rosquetemente a robar mientras son escoltados por una policía a la que todos los contribuyentes pagamos y que encima los defiende a ellos y no les interesa si nos atacan a todos. Estaba tan contento que decidí olvidarme por un momento de los deportes peruanos de la pendejada, la no rendición de cuentas y la corrupción de baja intensidad. Decidí olvidarme, por lo menos hasta mañana, que despierte, de lo que me va a implicar pagar 200 soles porque me devuelvan mi propio celular, o lo que implique perder -con este divino aparatito- los cientos de contactos laborales.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Qué buena crónica. Suerte la próxima vez con tu celular.