sábado, junio 23, 2007

Silente despedida

Siento algo de pena. Sobre todo por oír a mi padre llorar en el teléfono. Un hombre impávido hacia dentro, locuaz hacia fuera, muy reservado en las cuestiones más importantes, subjetivas y profundas. Un hombre poco acotumbrado, como tantos otros, a comunicar sus emociones, a compartirlas con el exterior; una víctima más de lo que la gente mayor denomina educación a la antigua, esa misma que hizo de mi papá un hombre afectivo, cariñoso, pero de una manera un tanto superficial, no profunda, pues en fondo era reservado con su vida, poco empático, poco subjetivo y sobre todo, poco comprensivo de sus propias emociones. Por eso me da una especial pena verlo en esta situación, sabiendo que le es especialmente difícil manejar sus propios sentimientos. Es obvio que un dolor tan grande, como la pérdida de una madre, es más difícilmente catalizado y enfrentado por una persona con estas dificultades.
He sabido que mi abuela fue una gran mujer. Siempre sonriente, risueña, afable. Nunca se enojaba. Se preocupó siempre por sus familiares, conocidos y personas de escasos recursos, a los que alojó muchas veces en su casa, ayudó moral y económicamente, y atendió siempre que pudo. Donó enseres, propiedades, aportó y financió campañas de salud, obras de caridad y hasta uno que otro establecimiento para beneficio de los pobres.
Fue una mujer buena, aunque nunca pude gozarla, por el cuestionable estigma de haber sido concebido fuera del matrimonio, motivo por el cual se me ocultó su existencia hasta los catorce años, cuando ya la senilidad, si bien no afectaba todavía de todo sus recursos cognitivos, ya era un escollo para conocerla. Y se me dio la oportunidad de conocerla a insistencia de ella, porque mi padre siempre fue hermético al respecto. Aún así, no era ni fue lo mismo conocerla tantos años después. No es lo mismo enterarte por teléfono de la noticia y ni siquiera preguntar cuándo y dónde va a ser el velatorio, el entierro, porque sabes que es mejor no ir para no pasar el mal rato de ver a gente que no te quiere ver sin ninguna razón. No es lo mismo que tu padre sea capaz de llorar solo por teléfono. No es lo mismo saber que has tenido una abuela y saber también que no la has tenido. Que la has conocido y que no la has conocido.
No conozco a la familia de mi padre, me crié siempre cuestionándome lo absurdo que era no saber nada de esa parte de mi genealogía, porque, aunque la familia de mi madre era vasta, cálida e inclusiva -como seguramente lo son todas las familias trujillanas-, siempre me quedó ese vacío, esa irresoluta parte de mí, esa suerte de acéfala expectativa, incómodo sinsabor. No conocí ni conozco a mis tíos, ni a mis primos, ni a mis medios hermanos.
Sé que no es el momento de reprocharle a mi padre nada, ya lo he hecho demasiado cada vez que consideré que fue el momento, y siempre fue como hablar con la pared -algo así como la situación de la última hija de Paniagua-, reconociéndoseme la veracidad de lo que cuestionaba, de lo que planteaba, de lo que criticaba, pero con esa actitud lánguida e impasible que refleja que no se hará nada. Eso que aceptamos bajando la cabeza, pensando en que habría maneras no tan infantiles de enfrentar situaciones. Esa estúpida actitud burguesa e hipócrita tan limeña que ahora no me permite siquiera llorar por la abuela que se me fue sin serlo, y a la que no honraré cristianamente no porque no sea cristiano o católico, sino porque no sería agradable compartir un espacio per se cargado de tristeza como lo es un velorio u exequias con gente que nunca se interesó por uno y que hasta podría lanzar inmaduras miradas despectivas sin fundamento. Lamento que por las circunstancias no lamente tanto tu partida, abuela. Siendo sincero, tu deceso no me ha movilizado, siquiera, pero no por ti, sino por como han sido las cosas.. Lamento que así de estúpida sea la sociedad. Lamento no haber llorado como cualquier nieto que pudo serlo. Lamento no haberte conocido de verdad.

2 comentarios:

Batahola dijo...

Mmm... Qué fuerte y qué bien escribes.

Chema dijo...

Gracias.

Finalmente fui al entierro. Me cagué en la hipocresía, en ese infantilismo estúpido de aquellos que consideran tabú un caso como el mío. Asistí al entierro de quien en vida fuera mi abuela, y no me arrepiento, pues era mi deber. Ahora bien, debo enrumbar el timón de aquese barco perdido que mi padre no fue nunca capaz de timonear. Aunque sea contra la corriente. Aunque no lo consiga.