domingo, noviembre 19, 2006

Esas cosas que nos pasan en Ley Seca

Gracias, tío Lucho.
Toda mi familia se reunió esta noche, espontáneamente. Padre, sonriente, nos dijo para salir. Yo ya había cenado, y aunque me dolía la cabeza -una jaqueca soberbia, de ésas que para qué les cuento-, di el visto bueno y enrumbé presuroso con hermano y madre. Hermano y madre querían cenar, el viejo pasear, y a mí no me incomodaba salir a tomar un poco de aire. Hasta ahí todo iba bien, una noche en familia. No nos imaginábamos lo que sucedería.
Fuimos a pasear por la Lima Nocturna, como hiciéramos en enero 19 -día de Lima-, a contemplar orgullosos los progresos de la Ciudad de los Reyes, hoy convertida, de noche, por lo menos, en El Centro de las Luces; nos subimos al segundo piso del Club Unión para admirar la Plaza de Armas -que por supuesto, no tiene nada qué envidiarle a ninguna plaza de armas de Sudamérica-, al segundo piso del Hotel Bolívar, para observar la tan simpática Plaza San Martín, y al Country Club Hotel a pasear un momento por sus instalaciones. Luego, ante los reclamos de mi joven hermano, paramos en el Haití a comer algo. Se me ocurrió pedir un Irish Coffee, y mi papá dijo que cómo, si me dolía la cabeza. Nos habíamos olvidado de la ley seca. Fue muy chistoso cuando el mozo insistió que no podía servirnos, hasta que reparamos en que, en efecto, era por el respeto a las elecciones. Carcajadas. A la salida, hermano quiso pasear por la esquina del ajedrez y padre saludó a uno que otro viejo conocido. Luego, paseamos por Miraflores y Barranco, como siempre, la clásica paseada de noche por las calles, respirando los marinos aires del Parque Grau, el Faro y Malecón de la Reserva, la Costa Verde, Chorrillos. Lo divertido vendría después.
Luego de habernos distraído, padre se dispone a dejarnos, cuando en eso madre abre bien los ojos, cambia su sonrisa por una mueca y se petrifica frente a la puerta. No abre, se alarmó. Intentó una, dos veces. Nada, musitó estupefacta. Padre bajó del carro a ver qué pasaba. Hermano y yo fantaseábamos telepáticamente con una escena divertida en la que perderíamos las elecciones por un disparatado y ridículo descuido, teniendo que dormir en un hotel ante la indisponibilidad de entrar al domicilio. Pasamos de las miradas a las risas, por supuesto. Mi padre, impaciente como él solo, empezó a perder el control. La pierna derecha se le empezó a agitar, mientras que cortaba el aire con movimientos de brazos o se agarraba los cenizos y escasos cabellos. Mi madre prendió un cigarrillo.
En eso vino el serenazgo alertado por los vecinos. Una camioneta gris, sospechosa, estaba estacionada en la puerta de una casa. Mi padre puso el grito en el cielo cuando se supuso que él era el sospechoso, ya que, por supuesto, la camioneta gris estacionada era la de él. Será por tu cara de siciliano, dije animado. Mi mamá no aguantó la gracia y estalló en risotadas compartidas con mi hermano. Los serenos, divertidos aunque atentos, nos facilitaron el teléfono de cerrajeros 24 horas. Al acto fuimos a la cerrajería a traerlos para que nos solucionen el percance.
Eran dos sujetos. Uno subió en la hilera de asientos de atrás, entre mi hermano y yo. El otro, subió a la tolva con los instrumentos. Si pensaban que eso era todo, se equivocan. Llegamos de nuevo a la casa, y a la hora de bajar, el sujeto que estaba en la tolva casi se mata, mientras que el del asiento de atrás nadó hasta la puerta. Estaban en una bomba increíble, y no nos habíamos dado cuenta. El viejo intentó tranquilizarse conversando con los serenos, puesto que mis risas no contribuían a su calma. Intenté ser un buen hijo y me acerqué a masajear sus endurecidos hombros. Como vas a reirte en una situación así, hijo, me reclamaba. Viejito, tómalo a la deportiva, ¿qué es mejor? ¿el estrés o la risa?, le aconsejé. Volteó, por supuesto, la mirada, callando, aunque no pudo evitar una sonrisa casi imperceptible, que también vieron, para su desgracia, los serenos, y compartieron en el acto. Uno de ellos se atrevió a decir: "Esos cerrajeros están más zampados...". Animado, exclamé: "Esto tiene que ser contado". Con las risas de los serenos de fondo, fui a ver a madre y le comenté lo último, nos reímos con hermano. Los serenos se despidieron y padre caminó hacia la esquina, meditabundo. Lo alcancé, mimándolo, y conseguí que volviera. Sí, es para reírse, dijo.
Por fin, los alcoholizados cerrajeros se habían hecho maña para vencer las vetustas trampas de la chapa. Me despedí de los hombres, mientras que mi padre los fue a dejar. Ni bien entramos, hermano subió a dormir como lapa, y mi madre y yo nos arrastramos de risa por un rato, hasta que padre llamó a decir que los hombres le habían invitado a seguir chupando en su local, con lo cual seguimos riendo varios minutos más. Concluí que mi despistaje usual no era una simple cuestión mía, sino que había una suerte de correlato genético, lo que por supuesto me divirtió aún más.
Luego, nos acordamos que fue un 18 de noviembre de 2001 que partió el risueño tío Lucho a la eternidad, y que seguramente esta anécdota era un regalo para que nos acordemos de él, o una venganza del mismo por nuestro olvido. El hecho es que se debe estar matando de la risa de lo que nos pasó, esté donde esté. Y nosotros también, por supuesto.
Mejoras el ambiente previo a las elecciones, bastante agrio ya con estos candidatos.
Gracias, tío Lucho.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola, quisiera leer mejor tu blog, pero las letras son muy pequenhas y la combinacion de colores marea, no agiliza la lectura.
Gracias

Chema dijo...

No eres la primera persona que me lo dice, y bueno, les haré caso. Disculpen todos.