sábado, octubre 21, 2006

Cabo Blanco

Hoy recuerdo la canción que le hice un día
y en el fondo no sabía, que eso era malo para mí...
Polo Montañez - Un Montón de Estrellas



Era diciembre de 2002. Viernes 13 de diciembre, para ser exacto. No soy supersticioso, pero tendría mala suerte aquel día, aquella semana, aquella vida. Ilusionado, me disponía a grabarle una canción. Grabaría a la mala, en cassette. No me importaba. Sentado en el suelo, la inspiración había llegado en esos últimos tres días. Ultimé detalles y preparé la canción para la noche. Grabé. Nos habíamos conocido en Semana Santa. Amor adolescente, de menos de 24 horas de conocidos, de erisipela y bronceador, de verano, de playa, de caleta del norte, de Cabo Blanco en abril. Nos amamos en la orilla, en la pleamar, en el agua, oliendo a brisa, a arena húmeda. Nos amamos en las tardes, en las noches y en la azotea. Nuestros besos eran salados y jóvenes. Pero yo me enamoré. No así ella.

Mi fiesta de promoción fue el sábado 14. Había aceptado viajar, había comprado su vestido, había quedado desde octubre. Era trujillana, simpática, de cabellos ondulados, delgada, no muy alta, de apellidos eslavos y de piel tostada. Muy coqueta, risueña, perversa. Sin embargo esa noche no me gustó su peinado, se le veía mucho más hermosa al natural, el cabello radiante, húmedo, salado por las aguas de Cabo Blanco en abril. Tampoco su vestido, era dorado, escotado, pretencioso. Prefería sus atrevidos cortos que mostraban aquellos muslos de gacela, de leche y miel, de cuarto de media. Aquella noche estaba inexpresiva, distinta, extraña. Dejó en claro que había venido a conocer gente, olvidando nuestras escapadas, nuestras pendejadas, nuestras tardes de adolescentes precoces, temerarios, haciéndolo en lugares públicos, a escondidas. Se había olvidado de los juegos por debajo de la mesa, los pies fríos, los dedos estimulantes, subiendo por las piernas, las manos juguetonas, sigilosas, a la hora de almorzar, de cenar, de desayunar. Había olvidado nuestros besos improvisados, de choques de encías, de lenguas veloces.
Recordé, entonces, lo que me habían dicho de ella, lo poco que me importó su mala fama, vox populi en el infiernillo trujillano. Quiero conocer gente, me retumbaba en la cabeza. Salí de mi mesa y bailé con mis amigas. Ella había conocido a quién sabe quién, se había ido, se fue para siempre. No me importó, no regresé a la mesa, aquella iba a ser la última vez que habláramos. Cuando acabó la fiesta, a eso de las 6 de la mañana, la encontré buscándome. No respondí a su voz, le señalé la camioneta de mi padre. Había venido el chofer a llevarnos de regreso. Jalé a una pareja de amigos, los dejamos. Hablaba con ellos, con el chofer, con ella ni una palabra. La dejé sin decirle nada.

Domingo 15 de diciembre. Preparé el CD. Salí en bicicleta, a los pocos minutos le tocaría la puerta. No sabía que antes de verla, le diría la última palabra de nuestra vida por el intercomunicador: Baja. Una vez abajo, le entregué un disco con esta canción, nuestra canción de esos tiempos. Me miró desconcertada. ¿Ya no me vas a llamar? -me dijo, bajando la voz y los ojos-. La besé en la frente. Me volteé y pisé el pedal. Sería la última vez que la vería. Un tiempo después me llamó, preguntó por mí, fui muy cortante, no me volvería a llamar más. Lo último que supe, un año más tarde, por boca de mi madre, fue que estaba embarazada.

Ahora, sin embargo, es más que un mal recuerdo, la canción trascendió todo contexto. Al comienzo fue duro, me sabía a ella, me transportaba a aquella semana santa, me devolvía sus besos, sus ojos, esas tardes en El Merlín, esas noches en la playa. Pero todo acaba. Pronto me fue agradando la canción en sí. En marzo de 2003 le hice unos arreglos; la mejoré un poco. Ahora, cuando la escucho me hace sentir bien. Fuera de egolatrismo, me gusta, me gusta mucho. No voy a pretender que sea así con ustedes, aunque sí la compartiré, transparentemente. Recuerden que se trata de un sencillo de baja calidad, grabado a la mala en casa, a mano, en la computadora. La letra no es elaborada ni mucho menos -hace cuatro años era, en verdad, un adolescente; a veces pienso que lo sigo siendo-. Aceptaré las críticas, pero no pienso cambiarla. Está enquistada en la memoria. Me importa porque se convirtió en un capítulo de mi historia, no me importa nada más.

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