martes, noviembre 15, 2005

Puntos Suspensivos II

Björnklünd golpea la cimitarra en el madero. A lo lejos, la luna le da a la marea un aire sepulcral. La humedad ha vuelto el piso resbaladizo. Pasa sus manos por la borda, sientiendo la embarcación parte de sí. La rugosidad de la madera le produce un extraño placer, más aun con el olor de la humedad. El viento helado llega hasta sus orejas, siente entonces un escalofrío. Sus cabellos, al viento, bailan sueltos, descansando del pesado yelmo que los cubrió en la última campaña. Respira profundo, se alivia de no haber contraido el temido escorbuto. Sus compañeros duermen, todos menos Sikjäer, quien devora un pequeño cesto de provisiones sentado en las escaleras que conducen abajo.

Björnklünd no se inmuta. El ronquido de sus compañeros, al interior, no le perturba. Sigue en la cubierta pese al frío, observando la mar iluminada por los ténues destellos de la luna. Se desajusta la pechera de cuero, su piel recibe el frío agradable de las mallas que la cubren. Vuelve a pasar la palma de sus manos por la borda, tarareando una melodía que solía escuchar a sus abuelos, de niño. Los recuerdos de los pastos verdes de su aldea lo persiguen: su ceño se frunce, aprieta el madero con tal fuerza que este cruje, envaina la cimitarra. Sus ojos se humedecen. Su hija corre, despreocupada, llevando consigo dos vasijas de agua. Su hijo practica la herrumbre con el tío Hafbaörd, mientras su mujer cocina el venado con la abuela Irkhüd. Trata de recordar la pasividad, la tranquilidad y el calor de la aldea. Su corazón palpita fuerte, tanto que las mallas rozan sus hombreras de metal. Suspira. Reflexiona. ¿Cuándo regresará a casa? ¿ Hasta cuándo habrá que navegar con la tripulación? ¿Acaso los muchachos no tienen familia? ¿no tienen hijos que jueguen por el jardín de sus moradas, que se les imposten en las noches, cual evocaciones sublimes, y les resten horas de sueño, con tanto sentimiento que a pesar de ello se reconforten incluso más que su hubieran dormido toda la noche plácidamente? Dándose cuenta de que era observado, Björnklünd volteó lenta y pesadamente, como quien no desea ser interpelado.

- Ea tú, bribón. ¿Qué pretendes? Vete a dormir de una vez. Debes descansar. - masculló Sikjäer, y sorbió un poco de agua de su cantimplora.
- Dejadme en paz. Dormid vos, que sois joven. - respondió impávido, y volteóse. Sikjaër sonrió, se acercó raudamente y le tocó el hombro.
- Todos queremos regresar a casa. Solo ten fe, piensa en los tuyos. -dijo, mirándolo a los ojos, con ternura, las pupilas de ambos tenían un extraño resplandor, sus ojos grises eran grandes.
- Eso hago, y juro que no descansaré hasta volver a frotar los rubios cabellos de Sunniva, mi pequeño rayito de sol. - suspiró Björnklünd, y miró a las aguas, nuevamente.
- Yo también quiero ver a mi Thörauld, ahora ya debe empuñar la espada sin muñequeos. -sonrió e hizo una reverencia, despidióse, y bajó.

Björnklünd, palpando la madera, soltó algunas lágrimas. Dejó a su pequeña Sunniva de apenas 4 años, y a su hijo Golthard de 11, todos al cuidado del tío Hafbaörd. Desde su partida no pudo dormir con tranquilidad una sola noche, su sueño se volvió intermitente y muy débil. Se despertaba con facilidad ante el mínimo sonido, y por ende, su ánimo no solía ser el mejor. Con frecuencia, pasaba una que otra noche meditando, recordando, abrumado por las cosas que le hubiera gustado llevar a cabo en casa, junto a su mujer y sus pequeños. Las reminiscencias de tiempos mejores eran constantes, tanto que ese aire melancólico, grisáceo, cabizbajo, era una característica que no pasaba desapercibida por sus compañeros. No había entablado relación con ninguno de ellos, y su aspecto sombrío, apenas era suficiente para ganarse un respeto parcial de los mismos.

Eran casi las 4 de la mañana, Björnklünd lo sabía, pues podía calcular el tiempo mirando el firmamento. Fogueado en la mar desde pequeño, se desenvolvía con maestría en las aguas. Sus destrezas tranquilamente lo hubieran convertido en líder, mas era su propia personalidad humilde, esquiva, flotante, la que no lo consolidaba como tal. No tenía interés por el poder, de hecho, le mortificaba interactuar con grandes grupos de gente. Prefería la tertulia con dos o tres buenos amigos, con vinos y pipas, que las fiestas ruidosas de la aldea colmadas de carnes, músicos y bailarinas. Eran casi las cuatro de la mañana y Björnklünd bostezó. Imaginóse pescando con Golthard en el riachuelo de las estepas del noreste, cantando las canciones favoritas de Sunniva para hacerla dormir. Imaginóse descansando en la hamaca que da a su jardín, fumando la pipa roja que su padre Lothard le regaló, regalo que a su vez provenía de su abuelo Börghuld.

Björnklünd se acurrucó entre las pieles de oso. Trató de olvidarse del rugir de la marea, de los ronquidos de sus compañeros, de sus propios recuerdos. Trató de depositar en el fondo de su mente a su esposa, a sus hijos y a su aldea, y consiguió por fin dormir.

El capitán ordenó a todos despertarse a las 7 de la mañana. Era un hombre alto, corpulento, de barba larga y ojos penetrantes. Vio a Björnklünd descansando plácidamente, y se encaminó a despertarlo como se merecen los holgazanes, empapados en agua de mar. Sikjäer lo interceptó, diciendo:

-Vamos, capitán. Déle a este pobre hombre un respiro. Björnklünd es un hombre correcto, nunca he visto a ningún bastardo con tanta destreza en el mar. - Sonrió con tanta naturalidad que el rostro estoico del capitán se contagió de su espontaneidad.
-Ea... está bien. ¿Qué miráis ustedes, bobalicones? Andando. -dijo el capitán de mala gana a los demás, quienes tomaron los remos y empezaron la rutina. -¿Qué? ¿Queréis que los premie por remar tan negligentemente? Llevamos varios días de retraso, ¡continuad!.

Sikjäer dejó un pequeño bolso de frutas secas cerca al lecho de Björnklünd. Ese día hubo una tempestad que por poco hundió el barco, pero Björnklünd, ininmutable, siguió recuperando el sueño perdido. Sikjäer sonrió, pensando: "Ni con tres vasijas de agua en plena cara se despierta este bribón."

Al despertar, nuevamente era de noche. Estaban en invierno, los días eran cortos, pero aún así se sintió avergonzado de dormir tanto. Comió todo el contenido del bolso y bebió un par de sorbos de su cantimplora. Subió nuevamente a cubierta, se posó nuevamente en el mismo lugar, ubicó por el tacto la pequeña rajadura que hizo el día anterior. Frotó sus manos en la madera húmeda, y sus recuerdos se empozaron nuevamente. La noche pasaba tranquila, y algunas lágrimas caían por su rostro, salpicando el borde. La luna iluminaba las aguas, y él las veía como pequeñas ánimas en la inmesidad. Se dejó llevar, y durmióse en plena cubierta. A la mañana siguiente, el capitán lo encontró descansando , y le hechó 5 vasijas de agua encima.

- Ya está bueno, hombre. A trabajar.

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